Una de las entrevistas más deliciosas que me tocaron en suerte hacer fue al presidente uruguayo José Pepe Mujica. La razón: acababan de sacarnos del Mercosur, por lo que confieso que viajé en busca de la nota con una inocultable actitud belicosa.
Ya antes de partir, los funcionarios de Protocolo de Montevideo me advirtieron que el presidente tenía agenda llena y que no podría atenderme en Palacio, pero me dijeron que cabía la posibilidad de que nos hablara antes de salir de su quinta si llegábamos temprano.
Así que para allá fuimos. Esperaba encontrarme con una de esas coquetas fincas en las que algunos mandatarios buscan escaparse del estrés de la ciudad, cuando no del control marital. Tomamos un camino de tierra, pasamos el control de una caseta de madera donde solo había dos guardias y llegamos. Y toda mi belicosidad se esfumó.
No había quinta, apenas un ranchito de paredes desconchadas con un ruinoso taller ligeramente inclinado, como apoyado en la casa para no caerse. Desde el fondo se acercaba a paso perezoso un peón, con un pulóver ajado, sucio de barro y esquivando una perrita callejera de tres patas que le daba vueltas como un satélite. No lo reconocí hasta que lo tuve enfrente; era el Pepe.
Me tendió una mano grande y callosa, se retiró el flequillo canoso que le cubría los ojos, se sentó en un sillón de hierro y con una sonrisa ancha me dijo: “Bien, lo escucho, caballero”.
No lo podía creer. Era real. No había truco. Sus trastos eran la prueba. El hombre vivía ahí. Tenía mil preguntas que hacer sobre el Mercosur y nuestra bochornosa expulsión, pero en ese momento solo había una para la que me urgía respuesta: ¿Por qué el hombre más poderoso de todo un país vive casi en condición de pobreza?
Y Mujica me dijo algo que no olvidaré nunca. Primero recordó lo de Séneca, que rico no es quien tiene mucho, sino quien desea poco, pero luego confesó que vivía así principalmente porque le irritaba que las democracias latinoamericanas tuvieran todavía resabios monárquicos, rodeando a cualquier autoridad de pompas absurdas, como si fueran reyes, cuando que no son sino ciudadanos comunes ejerciendo un rol que supone, en tal caso, aceptar una mayor responsabilidad social que en otros.
Entendí mejor la irritación del Pepe en estos días en los que se publicaron detalles de esas hilachas monárquicas en Paraguay. Díganme si no por qué cada ministro de la Justicia Electoral tiene que tener un mozo privado que le sirva el café, o un senador 12 policías que lo custodien o un contralor, una secretaria cuerona de G. 24 millones.
Son hilachas de un concepto feudal del poder que les hace creer que no solo tienen derecho a explotar en su beneficio un pedazo de la cosa pública, sino que además hay que tratarlos como si todos estuviéramos encantados de que lo hagan.
Esas actitudes acabaron en las postrimerías del siglo XVIII con una filosa guillotina.