Mañana es el Día del Niño. Se hablará de ellos y de la famosa batalla que ocurrió hace un siglo y medio ya. Algunos se indignarán por celebrar una masacre infantil, otros retrucarán que no hay que olvidarla porque son nuestros pequeños héroes, y otros simplemente evadirán esta discusión bizantina y buscarán dónde llevar de recreación a sus hijos en homenaje a su día. Afortunados estos últimos por tener padres que se ocupan de ellos. ¿Puede un niño pedir algo más que tener la libertad de jugar y divertirse en su día?
Lo más triste en nuestro país es que muchos no pueden tener eso. Sí lo pueden soñar, porque no hay niño que no sueñe con cosas lindas para su vida. Soñar, imaginar, es lo que diferencia a un niño de un adulto. Se sabe uno adulto cuando ha perdido la condición de soñar, tal como le decía el poeta Miguel Hernández a su hijo: “Nunca despiertes de ser niño”.
El Paraguay, país de injusticias sociales como muchos otros de la región, ha condenado por generaciones a sus niños a no tener una vida digna. Debemos admitir que los amamos en los libros de historia; los recordamos en los actos y desfiles porque pelearon en aquella guerra inicua. Pero en lo que vino después solo siguieron penurias y fatigas para muchos de ellos.
¿Puede haber error más grande para una nación que no lograr que sus niños vivan una vida acorde a su edad? El trabajo infantil es solo uno de los estigmas que muchos han cargado sobre sus hombros y siguen otros hasta hoy. Y esto no es nada comparado con la violencia con que son tratados, sea física o moral. Solo hay que mirarles a los ojos cuando se acercan a mendigar en los buses, en los semáforos. Son miradas sin brillo, donde la niñez no ha muerto pero está agonizante.
Y digo que su niñez no ha muerto porque aún poseen imaginación. Esa maravillosa facultad humana que cuando somos niños es nuestro principal aliado. Es el último refugio que tienen ante el cansancio, ante la frustración, ante la violencia, ante el techo de su escuela a punto de caer sobre sus cabezas, ante la conculcación de sus derechos. Quizá no puedan jugar, eso que nos hace tan humanos, pero en su interior pueden crear mundos maravillosos. Quien pierda la capacidad de imaginación lo pierde todo. Afortunadamente para nosotros, eso no se lo podemos quitar nunca. Eso nadie lo puede.
Pero otras cosas les hemos quitado. Nadie puede hoy ni recrear cómo fue aquella batalla, el miedo que habrán sentido los niños en Acosta Ñu, nada puede compararse a su sacrificio. Pero quién puede negar que muchos de nuestros compatriotas niños pasaron y pasan su propio Acosta Ñu cada día de sus vidas. Esa batalla sigue en muchos frentes, no ha acabado. Esa es una de las mayores deudas que tenemos como nación y sociedad.