15 ago. 2025

El cronista de cine

Blas Brítez – @Dedalus729

En octubre de 1993, José Luis Guarner debía disertar en Florencia sobre “nuevas tecnologías de la imagen”, pero su enfermedad terminal se lo impidió. En el obituario del 4 de noviembre, en El País madrileño, el escritor Ramón Gubern contó que alguien leyó la ponencia del crítico nacido en Barcelona en 1937. Para Gubern, ese era “seguramente su último texto, divertido y culto como todos los suyos, en el que afirmaba que los dinosaurios de Spielberg (“estrenados” en España el 1 de octubre anterior) estaban mucho mejor que los actores de Jurassic Park”.

El temprano y nada irónico juicio de Guarner no solo valía para la canónica y fundacional película informática de Hollywood, en los albores de la era por la que la saga galáctica de George Lucas esperaba con paciencia; un cuarto de siglo después, ese juicio sigue calzando para una parte del cine posactoral. La ponencia que el catalán no llegó a leer en Italia intuía el auge de un cine al que había que mirar con renovada rigurosidad y frescura. Después murió.

José Luis Guarner: el más grande crítico literario de la lengua castellana, según el veredicto de otro cinéfilo, Guillermo Cabrera Infante. Si el cubano diseccionó el éxtasis de lo clásico norteamericano y su mitología en Cine o sardina y Arcadia todas las noches, el español hizo lo propio (sin obviar a Capra y a Ford, a Hitchcock y a Kubrick) con el cine europeo de la posguerra: Jean Renoir, Roberto Rosselini, Federico Fellini, Ingmar Bergman, Luis Buñuel cruzan desnudos su obra dispersa en revistas, diarios y libros. Parte de ella fue seleccionada en 1994 en Autorretrato del cronista. Así se definía Guarner: un contador de historias, pero también un exegeta.

Ya en 1962 entendía que el arte de hacer películas es “un acto de amor” y que la crítica es un “arte de amar”, una erótica en el sentido pedagógico de Ovidio. Cabrera Infante afirmó, a su vez, que ambas actividades son igual de importantes. Para la crítica no debería ser decisiva ni la subjetividad relativa, ni la imposible objetividad, sino —dice Guarner— la sensibilidad del crítico. Esa sensibilidad tiene como condición ver películas, verlas por fuera y por dentro. Pero además, hay que leer.

Como Jorge Aiguadé (1949-2002) en Paraguay, Guarner tenía un gran bagaje cultural, sobre todo literario. Un ejemplo solo: en 1992, confió en que los nombres de colores de los personajes de Reservoig dogs, de Quentin Tarantino, no fueran un homenaje a “una tediosa trilogía de Paul Auster"; afilió correctamente la sangre tarantinesca a la tragedia isabelina que los biógrafos de Shakespeare documentan, e identificó a Beckett en su sustrato existencial.

José Luis Guarner (quien sufría de “visión de túnel” y falencia auditiva) sabía de memoria a André Bazin y François Truffaut. Los comentaristas y críticos que escriben en castellano deberían saber de memoria a Guarner y Cabrera Infante. No se escribe (bien) sin conocer a los clásicos de la lengua y el género en que se escribe.