La serie de marchas efectuadas en el microcentro de Asunción por un sector del campesinado paraguayo provocaron la reacción de muchos asuncenos. Claro que dicha forma de protesta afecta, como daño colateral, el trabajo y las actividades cotidianas de miles de compatriotas. Son comprensibles, por un lado, las reacciones airadas de los “locales”. Algunos actos de los labriegos fueron reprochables, pero las acusaciones hacia ellos fueron muchas veces injustas. Por ejemplo, una vez más surge la acusación típicamente nuestra de indicarlos como haraganes; es decir, por venir a manifestarse uno ya recibe inmediatamente este apelativo. Sin embargo, los campesinos, con su trabajo, son responsables de movilizar un sensible sector de nuestra economía. Si fueran haraganes hacía rato el país colapsaba.
Muchos otros estaban de acuerdo con su derecho a manifestarse, pero consideraban que debían hacerlo lejos de Asunción, en sus tierras. En primer lugar, es en la capital donde están los gobernantes que solucionarán sus problemas; si no se hacen escuchar con fuerza acá, nadie les hará caso quedándose a protestar cada uno en su chacra. En segundo lugar, la llegada de los campesinos a nuestro hábitat cotidiano siempre es una irrupción sentida con rechazo por los urbanos. Pero esta repentina aparición de nuestros compatriotas debe verse como una oportunidad de saber que Paraguay es ancho y ajeno. Que otras realidades radicalmente distintas a las nuestras se viven en variados puntos de nuestra geografía. La aparición del otro distinto a mí es muchas veces necesaria para entender otras miradas, pero también para relativizar la mía. Generalmente no nos gusta, tienen otras costumbres, pero son paraguayos con los mismos derechos que los nuestros, y han vivido y viven penurias a las cuales nosotros no duraríamos un día posiblemente. Son extranjeros para nosotros; extraños.
Nos gusta repetir sus modismos lingüísticos, incluso algunas de sus costumbres las adoptamos como pintorescas, y nos encanta ir a sus tierras a turistear. Pero, cuando ellos vienen a nuestro ambiente habitual, los rechazamos. Es que vienen siempre a protestar, enojados, pidiendo y pidiendo. Nunca queremos ver todo lo que recibimos de ellos, no solo la matriz cultural, sino económicamente hablando.
He llegado casi una hora tarde para tomar examen en la universidad. Tomé todos los atajos posibles y me costó una hora salir de Asunción. Desde mi auto los veía a cuadras marchar y cantar estribillos. Yo sudaba a chorros en mi auto sin aire. Ellos también caminando bajo el sol y sobre el asfalto. Ellos en su lucha y yo en la mía. Recordé que muchas veces hemos pedido que no nos callemos, que reclamemos, que la democracia vacía surge cuando la participación activa de la ciudadanía es negada, y peor aun cuando esta negación viene de otros conciudadanos. Comprendí que su lucha era también la mía.
Si los campesinos fracasan, fracasamos todos. Y no me refiero estrictamente a la condonación de la deuda. Me refiero a su afán por protestar, por luchar por lo que creen justo. Si en esto decaen, si les cerramos las puertas de la capital, nos estamos condenando a nosotros mismos a la mudez, que es lo que muchos grupos de poder desean.