EFE - Ana Cárdenes
En su precario alojamiento, precedido por un porche cerrado con techo de uralita que concentra el calor y cuenta con paredes improvisadas de tela, esta mujer gazatí recuerda sentada en el suelo que antes de la guerra tenía una casa de 250 metros cuadrados con cuatro habitaciones en el barrio de Juzea, que quedó totalmente destruido.
“Aquí sufrimos picaduras, tenemos insectos, culebras, hace muchísimo calor. En invierno el agua inunda la caravana. Mis padres tienen más de 70 años: ¡así no se puede vivir!, es como si viviésemos en la calle”, afirma.
“Estamos esperando que llegue la ayuda de Kuwait. En la conferencia prometieron mucho dinero, doscientos millones de dólares, pero no ha llegado”, lamenta, y añade que “siempre dicen que mañana, el mes que viene”.
Su marido está en paro -"como todos”, dice- y pasa el día fuera porque en la caravana “no se puede estar”. La familia cuenta con una donación de bolsas de patatas y dulces que venden en la calle y les reporta un euro por venta.
“No nos dan siquiera medicinas y para nosotros son caras”, relata y se lamenta de no haber podido pagar este mes los 50 euros de la guardería del más pequeño, de tres años.
“No tenemos ninguna alternativa, solo podemos esperar aquí la misericordia de Dios”, manifiesta al tiempo que desea que la generación de sus hijos viva “una vida normal”.
En el improvisado barrio hay 26 caravanas, en las que se amontonan delgados colchones, sin apenas muebles, aunque con neveras viejas y lavadoras, que no siempre las pueden utilizar, porque los cortes de electricidad son constantes.
Su vecina, Gada Jalil Nayar, recuerda el día en que, tras pasar más de un mes evacuada en una escuela de la ONU, regresó a su barrio para encontrarse su casa convertida en escombros.
“Nos lo habían dicho, pero no lo creímos hasta que lo vimos. No pude reconocer ni siquiera donde había estado exactamente. El barrio está muy cerca a la frontera y estaba destrozado”, rememora.
En su caravana viven diez personas, marido, hijos y sus tíos. Una estantería metálica torcida se vence bajo el peso de ollas y cazuelas viejas que se apilan junto a algunos víveres.
“Lo peor es la falta de electricidad y agua. Lo que más temo es que llegue un nuevo invierno y seguir aquí. El último tuvimos que calentarnos con fuego. La lluvia provocó inundaciones y el agua destrozó los suelos”, narra apuntando un suelo de madera con agujeros y que tiembla ante cada paso.
Su vivienda tenía tres pisos. Ahora se conformaría con uno solo, con tener cobijo de cemento y ladrillo, permanente y no expuesto a los elementos.
“El mundo ha borrado a Gaza del mapa, espero que vuelvan a mirar hacia nosotros”, desea, y dice que le gustaría que sus hijos jueguen y estudien como otros niños: “Aquí no tienen un futuro. Cada dos años hay guerra”.
El mujtar (notable) del barrio, Rasmi Hamdam Nayar, denuncia enfadado que “se hunden las caravanas, los suelos están rotos. Hace muchísimo calor, no podemos pasar el día aquí, tenemos que estar todo el rato fuera. Llevamos dos años esperando y no nos dan nada”.
El intentó reconstruir su casa de forma privada. Ahora está endeudando por el gasto en los materiales y no ha podido continuar la obra.
La operación israelí Margen Protector, que empezó el 8 de julio y terminó el 26 de agosto de 2014, durante 50 días destruyó totalmente 11.000 viviendas palestinas, dejó inhabitables otras 6.800 y dañó parcialmente 15.000, según datos de la ONG Consejo de Refugiados Noruego.
Dejó además alrededor de 120.000 desplazados internos y más de 2.200 palestinos muertos, en su mayoría civiles, además de 73 israelíes fallecidos, la mayoría soldados.
Por el momento, se han reedificado 1.181 viviendas, hay más de 3.000 que están en proceso y fondos para levantar otras cerca de 2.000.
Muchos de los afectados han encontrado soluciones provisionales y están acogidos por familiares o han alquilado un apartamento, pero todavía quedan unas 4.500 en refugios de madera o caravanas que, como los Nayar, esperan una reconstrucción que, a sus ojos, parece no llegar nunca.
Los principales problemas para la lentitud de la reconstrucción han sido las disputas entre Al Fatah y Hamás para la distribución de la ayuda y el bloqueo israelí, que ralentiza la entrada de materiales de construcción, muchos de los cuales Israel considera “de doble uso” y teme que Hamás emplee para actividades violentas.