Ester de Izaguirre fue la penúltima (el último sería Carlos Federico Abente, quien vive con más de cien años) de una extensa e ilustre lista de escritoras y escritores paraguayos que han sido adoptados por Argentina, por diversos motivos, en “el corto siglo XX”. Nacida en 1923 en Asunción, escribió toda su obra poética y narrativa en ese país, con un ojo puesto en la infancia perdida de la capital paraguaya a la que cada tanto visitaba. El pasado 9 de noviembre falleció en la misma ciudad en la que murieron algunos de los poetas más influyentes del Paraguay, como Eloy Fariña Núñez y Herib Campos Cervera: Buenos Aires.
Conocí su poesía mediante la música. Compuesta por Chondi Paredes, Infancia es cantada por Ricardo Flecha y toma los versos de un poema arquetípico de Ester de Izaguirre para ser una bellísima canción. A pesar de que yo era un adolescente cuando la escuché por primera vez, esa composición inmediatamente provocó en mí una ineludible sensación de nostalgia que es propia de gran parte de la poesía metafísica de Izaguirre. Me hacía sentir a mí mismo que acababa de perder algo valioso allí cerca nomás en los días de mi niñez, y lo sigue haciendo ahora. Supongo que no soy el único que siente eso con el poema, y estoy seguro que en ese efecto radica su autenticidad. Hay dos versos suyos que guardo y que cada tanto reclamo a mi memoria: la protesta de “Yo no crecí, se fue achicando el mundo"; y, sobre todo, la música certera de “No amé, hubo una invalidez que reclamó a mi mano la caricia”.
Allá por 2002 o 2003, no recuerdo bien, la escuché en un simposio de literatura en Asunción. Ya había leído para ese entonces buena parte de su poesía. Cada tanto miraba en aquellos días esa casa suya en la que nació y que ya no está (y a la que dedicó un poema), en Gral. Díaz entre Alberdi y 14 de Mayo. Aquella siesta en que la escuché, me sorprendió que no hubiera elegido ningún poema suyo para leer, sino el de una poeta que (¡oh, manes del Premio Nobel!), ella confesó que había conocido recientemente: Wislawa Szymborska. Hasta hoy recuerdo su voz temblorosa, visiblemente porteña, pero con un dejo de ese castellano paraguayo que no se exilió de su lengua y que cuando llegó a Buenos Aires en 1928 los demás le pedían que mostrara para reírse:
–Cómo te va paraguayita —le preguntaban.
–Bien nomá —respondía ella.
Todavía la oigo mientras lee El terrorista. Él mira, con un ritmo y unos acentos que parecían anunciar el estallido de una bomba allí mismo, en el hotel en que tenía lugar el cónclave.