26 dic. 2025

Cien años del último baile de Mata Hari

El 15 de octubre de 1917, hace ahora un siglo, murió una espía y nació un mito. Mata Hari, fusilada por espionaje en las afueras de París, pagó con su vida una acusación sobre la que todavía persisten dudas y que acrecentó la fascinación por esa mujer menuda, objeto de deseo como bailarina erótica.

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Margaretha Geertruida Zelle, nacida en la ciudad holandesa de Leeuwarden en 1876. Foto: www.lavanguardia.com

EFE - Marta Garde

“Ramera sí, traidora ¡jamás!”, dicen que gritó ante el pelotón de fusilamiento.

Margaretha Geertruida Zelle, nacida en la ciudad holandesa de Leeuwarden en 1876, no parecía predestinada desde la cuna para la exótica historia que posteriormente se labraría.

Su padre, sombrerero, le permitió una infancia y juventud holgada, que se truncó cuando su negocio quebró y obligó a enviarla a casa de su tío en La Haya.

La joven, atraída desde pequeña por los uniformes militares, vio en el matrimonio su pasaporte para la libertad y en 1895, apenas cuatro meses después de conocer a través de un anuncio en el periódico al oficial Rudolf McLeod, destinado en las Indias Orientales, se casó y emprendió una vida a su lado en Java.

En esa isla indonesia se fraguó su interés por las danzas nativas, al tiempo que se derrumbaba la vida conyugal: tras la muerte de su hijo por una intoxicación alimentaria, se divorció de su marido, 21 años mayor que ella, violento y alcohólico, y se fue a París.

La precaria situación económica en la que quedó le llevó a perder la custodia de su otra hija, y a hacer del baile su método de supervivencia.

1903 fue el año en el que comenzó a reinventarse, y en el que los salones parisinos asistieron al surgimiento de la nueva Mata Hari, que se atribuyó orígenes hindúes y sedujo tanto al público como a una lista sucesiva de amantes, chequera mediante.

Sus espectáculos acababan con la mujer prácticamente desnuda y para 1910 era ya la mejor pagada de Europa. El Olympia o el Teatro de los Campos Elíseos fueron algunos de los escenarios que pisó, en un momento en el que el boca a oreja hablaba ya también del frenesí bajo sus sábanas.

El inicio de la Primera Guerra Mundial, en 1914, la pilló en Berlín, ciudad a la que según los medios detestaba, y optó por escapar a Holanda, un país neutro en la contienda, pero que tardó poco en aburrirla.

Su notoriedad y diversos viajes la pusieron bajo el radar de los servicios de inteligencia alemanes y su precaria situación económica abocaron a la bailarina a aceptar trabajar para ellos, como informante de bajo perfil.

Bajo el pseudónimo de agente H21, entró en un túnel del que ya no conseguiría salir. Para entonces estaba enamorada de Masloff, un soldado ruso que había resultado herido y estaba siendo tratado en París, y los franceses aprovecharon esa relación para ponerla bajo su servicio y hacerle cambiar de bando.

En una de sus misiones a Madrid, sedujo al consejero militar alemán en la capital española, Kalle, que acabó siendo su trampa.

Los servicios de contraespionaje franceses interceptaron un telegrama en el que el oficial hablaba explícitamente de las informaciones facilitadas por la agente H21, y Francia interpretó rápido que hablaba de ella.

Mata Hari, que nunca destacó por sus dotes para el espionaje, fue según algunas de sus biografías víctima de una maquinación, y las autoridades no la creyeron cuando juró que siempre había servido los intereses del país.

Arrestada en febrero de 1917, su juicio duró apenas dos días, y su fusilamiento se produjo ocho meses después. La fortaleza de Vincennes, en las afueras de París, fue así su último escenario, en el que se negó a que le vendaran los ojos.

Inmortalizada entre otras por Greta Garbo en la gran pantalla, las numerosas adaptaciones que se han hecho sobre su vida en el cine o la televisión no han conseguido descifrar el misterio en torno a su figura, que 100 años después mantiene el enigma.

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