Por Mario Villalba Ferreira
Si nos asusta el título de esta columna, deberíamos revisar qué tipo de persona somos y qué tipo de sociedad realmente queremos. Vivimos en una sociedad cada vez más segregada entre ricos y pobres, en donde el presidente de la República y el intendente de Asunción en el mismo día inauguran complejos empresariales y casitas de emergencia, pero escuchamos pocos proyectos de integración social.
Muchas personas compartieron su indignación porque familias que fueron reubicadas en el complejo Las Colinas de Itauguá retornaron a las zonas inundables. Cuando me reuní con los pobladores, estos coincidían que aunque tengan una casa, si no tienen fuente de trabajo prefieren la precariedad. Es un tema de sobrevivencia en donde todo ciudadano optaría primero por salir a limpiar vidrios para alimentar a su familia y luego pensar en la calidad de su vivienda. Por supuesto, si podemos tener acceso a oportunidades de generación de ingreso y además una vivienda digna, todos optaríamos por el combo.
Sin embargo, esa opción es cada vez más un privilegio del 5% de la población más rica del Paraguay que vive y trabaja en la zona de Villa Morra y Carmelitas de Asunción. En esa misma zona y en barrios aledaños como Trinidad y Salvador del Mundo se está produciendo el fenómeno conocido en inglés como gentrification, en donde personas de escasos recursos se ven obligadas a vender sus terrenos y emigrar lejos de la ciudad. Esto es negativo para los objetivos de reducción de pobreza, porque aleja justamente a los de menor ingreso a zonas donde los costos de traslado y acceso a mercados suben.
¿Por qué siempre se plantea la reubicación de las poblaciones vulnerables en lugares remotos y alejados de los centros financieros y de negocios? Mi opinión es que culturalmente tenemos arraigada la segregación social como paradigma. En nuestro imaginario se asume que los mejores colegios son los que tienen la cuota más alta y reúnen a los hijos de aduaneros, políticos y empresarios. En contraste, los peores colegios son los públicos, gratuitos y nocturnos en donde van los hijos de los guardias, lustrabotas y empleados domésticos de aduaneros, políticos y empresarios. Traemos en nuestro ADN histórico la herencia de las épocas de la colonización en donde regía el eufemismo de encomenderos y encomendados. La diferencia radica en que en esa época tanto encomenderos como encomendados vivían por lo menos en el mismo barrio. Hoy en día, los modernos encomendados tienen que pagar dos o tres pasajes para llegar a tiempo al trabajo.
Mi sugerencia no es necesariamente que los bañadenses se muden al World Trade Center. En mi opinión pueden buscar alternativas mejores. Sin embargo, proyectos de vivienda mixta en donde una empresaria y un yuyero puedan acceder al mismo complejo de viviendas a precios diferenciados para que sus respectivos hijos puedan ir juntos a la misma escuela, podría ayudarnos a empezar a construir un nuevo tipo de sociedad mucho más inclusiva y humana.