Lo de Colombia suena difícil de creer. Luego de cuatro años de complicadas negociaciones, las partes llegan a un acuerdo que podría terminar con una guerra interna de medio siglo y el país lo rechaza. Personalidades de distintos ámbitos presenciaron los fastos de la firma de la paz entre el líder de las FARC y el presidente de la República. Hasta el papa Francisco dejó entrever que iría a Colombia cuando todo estuviera sellado. El júbilo era justificado. El conflicto había costado la vida a 220.000 colombianos y una estela invaluable de sufrimientos secundarios.
Todo culminaría con un procedimiento que no era obligatorio, pero con el que insistió el presidente Santos para revestir de legitimidad popular el proceso de negociaciones que él había dibujado en todos sus detalles. Algo salió mal. Todos querían la paz, pero el pueblo dijo no. El plebiscito era solo un paso burocrático, según las encuestas. Al parecer, había más entusiasmo internacional que verdadera voluntad de los colombianos. Lo que fue una sorpresa para el mundo, no lo fue tanto para los que viven y conocen el país. Para empezar, Colombia se nos parece: cuando no hay cargos electivos en juego la abstención es muy alta. Luego, la votación se contaminó por la manipulación de las opciones en juego. En un país históricamente polarizado, votar por el sí o por el no se convirtió en apoyar o rechazar intereses partidarios o económicos que no tenían mucho que ver con la cuestión de fondo.
Porque no eran cuestiones de fondo las que motivaron el arsenal de críticas con las que el ex presidente Álvaro Uribe atacó los puntos débiles del acuerdo de paz. Lo esencial era impedir que el devaluado presidente Juan Manuel Santos obtuviera réditos de cara a las elecciones de 2018. Y, por otra parte, quedó claro que subsiste un fuerte resentimiento de una parte de la población contra la guerrilla. Los actos de las FARC dejaron huellas: la gente se resiste a la impunidad, a que no se les reclame que paguen indemnizaciones a sus víctimas y a que tengan curules asegurados en el Congreso. Es común leer hoy en Colombia análisis que afirman que pudo más el miedo y el odio que el perdón y la reconciliación. Aunque todos digan que están a favor de la paz. Felizmente, el no colombiano no parece ser un salto al vacío. Uribe no adoptó poses de vencedor y será protagonista de la discusión de las cláusulas de un nuevo tratado. El comandante Timochenko se comprometió a usar solo la palabra como arma de construcción de futuro y Santos fue ungido como Premio Nobel de la Paz. Una paz difícil, pero que la querida Colombia se merece. A pesar de que, a veces, sea inentendible.