“Animales” es lo primero que viene a la mente cuando se nos presentan casos de violencia extrema contra niños en sus propios ambientes de crianza o con asaltantes que por nada llegan a asesinar a sus víctimas.
Es evidente que el deseo de justicia se extiende y profundiza porque esta realidad nos da un tova jepete... genera rabia y frustración.
Algunos nos plagueamos sobre la necesidad de cumplir la ley y castigar severamente a los agresores, una vez que se confirme la culpabilidad. Pero luego miramos alrededor y nos damos cuenta de que solo la ley no es suficiente.
Es evidente, además nos lo señalan la experiencia y la razón, que la proliferación de situaciones de violencia en las calles, en los hogares, en las escuelas, en la cancha, en las oficinas, en las dependencias del Estado, y hasta a veces en la propia Iglesia, tiene una dimensión moral que el derecho positivo no llega a cubrir porque no está en su esencia el hacerlo.
Y existe el terrible drama de que ante la impunidad nos precipitemos a violar las normas para hacer justicia por cuenta propia o presionar de tal manera que causemos daños también nosotros a las instituciones en nuestro afán de celeridad.
En un mundo donde las noticias vuelan y las opiniones se manejan con gran emotividad, es difícil mantener el equilibrio, la sobriedad y la prudencia que requieren los juicios de valor.
Cuánta falta hace una nueva educación que, sin embargo, considere y respete profundamente los principios civilizatorios más antiguos –pero no obsoletos– de respeto a la vida y valoración de cada persona en su naturaleza racional, libre e irrepetible.
Somos personas y no bestias. Aunque la industria del consumo, el materialismo, la publicidad sin ética, la política sin sentido de bien común, la religión sin fe, la economía sin solidaridad, el aparato estatal corrompido, la universidad sin calidad nos transmitan de diversas maneras el mensaje de que nuestro valor es muy relativo, que en el fondo la naturaleza humana no se diferencia de la animal y que el instinto es finalmente lo único que guía la existencia. Si esto es así, sálvese quien pueda y que gane el más fuerte, porque no hay lugar para los débiles.
Es la mentira que enferma las mentes, quiebra la familia, violenta la sociedad: “tu valor es relativo, tu vida es relativa (“depende de”). A partir de este falso presupuesto, ¿cómo pretender que surja la valoración de otro ser humano como un bien a ser custodiado, promovido, educado, recordado con veneración? Necesitamos referencias claras que nos ayuden a volver a mirarnos con esta valoración positiva, más allá de cualquier circunstancia de dificultad o de fragilidad. Desde el inicio de nuestra existencia hasta su fin natural somos personas y tenemos una dignidad que no puede ser manipulada ni reducida jamás. Esto la educación lo debe promover mucho más de forma creativa y bella o no saldremos de los estados de trastorno y de violencia.