Soy médico y sacerdote. Como médico sé muy bien el beneficio de las vacunas: inoculan un elemento nocivo, pero con pérdida de su efecto. Su presencia en el organismo despierta la producción de anticuerpos, para que, en caso de que ingrese al organismo el germen pueda ser controlado y no producir la enfermedad, o, si produce, sus efectos sean reducidos
Hace poco me decía un amigo de 65 años: “Todavía no me vacuné, tengo miedo de que me coloquen un chip y me hagan pensar diferente”; también comentó una bioquímica que todavía no se había vacunado: las vacunas tardan quince años en ser aprobadas, y estas que se ofrecen tienen poco más de un año de prueba y experimentos.
En la novela Los novios, de Alessandro Manzoni, escrita en 1820, se describe la peste que hubo en Milán. También había al comienzo negación de los médicos, de la población, le atribuían a otro germen, y, sin embargo, iban en aumento los muertos. Algunos manchaban las paredes de las casas para contagiar o decir que allí había enfermos. Los aislaban a los enfermos en grandes alojamientos, hacinados. No se reaccionó a tiempo por mirar a otro lado.
Ahora, gracias a Dios y a las vacunas, ha descendido el número de defunciones del personal de blanco. Yo me vacuné. Lo deseaba para sentirme protegido. Por otro lado, tengo que interactuar con muchas personas, ahora lo hago con más confianza. Era consciente de que también yo podía –y todavía puedo– contagiar a otros. No es sano el providencialismo. Pensar que Dios me va a proteger. Dios ayuda cuando uno se ayuda.
Una consideración ética que se plantea es la siguiente: Jesús dijo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. 22,39); por esa razón tenemos obligación de cuidar nuestro cuerpo y el de los demás.
La pandemia nos ha privado de tantas cosas: ver vacías las escuelas, los colegios, los comercios, los clubes, las canchas, las iglesias. Entre todos tenemos que superar esta prueba. Recomiendo vivamente vacunarse, es la solución definitiva por lo menos para esta pandemia. No sabemos qué vendrá después.
Es cierto que en medicina y en la vida no todo es blanco o negro, hay grises. Hay vacunas muy bien conocidas que no tienen ningún inconveniente médico ni moral; pero también hay otras que sí presentan reparos médicos y/o morales acerca de su intención o procedencia.
Pero tampoco generalizar: los grandes avances de la humanidad se han dado, en parte, gracias a los descubrimientos en el área de la salud. Es de alguna forma obedecer al mandato de Dios al comienzo del género humano: “El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara” (Gen 2,15).
Por otro lado, tenemos que intentar que “las ramas no tapen el bosque”; es decir, trascender más allá de lo fenomenológico. Con frecuencia me toca asistir a enfermos, parientes de los enfermos o parientes de los que fallecieron. Hay situaciones duras: familias que pierden a varios componentes de esta; viudas jóvenes que se quedan con varios hijos o el fallecimiento de alguien muy querido.
El papa Benedicto escribió una encíclica que trata sobre la esperanza, se llama Salvados por la esperanza, y allí dice: “Es importante, sin embargo, saber que yo todavía puedo esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida o para el momento histórico que estoy viviendo. Solo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, solo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar” (n 35).
Quiere decirnos que más allá de lo contingente que sucede a nuestro alrededor, hay un plan de Dios que toca continuar haciendo para conseguir la vida lograda. La vida es como un rompecabezas con piezas sueltas, que se van armando a lo largo de la existencia, aunque aparentemente haya algunas piezas que no tienen nada que ver con las otras, todas tienen un porqué y para qué. No olvidemos que tenemos un padre amorosísimo que nos dice: “No te inquietes, no te preocupes” (cfr. Mt. 6,25.31).