“En cuanto oyó hablar de él una mujer cuya hija tenía un espíritu impuro, entró y se postró a sus pies”. Pidamos una fe que supere las fronteras y que nos lleve a abandonarnos confiadamente en el Señor.
¿Cómo se habrá enterado aquella mujer sirofenicia de quién era Jesús? El Evangelio no nos dice nada al respecto. Por su procedencia, probablemente no viviría lejos de Galilea. Y ahí el Señor había obrado muchos milagros, y la gente estaba entusiasmada con su predicación. Además, la esperanza de la llegada del Mesías circulaba entre los judíos, y es lógico que los pueblos colindantes supieran algo sobre los anhelos del Pueblo de Israel.
Sea como fuere, aquella mujer tenía un corazón abierto a la acción de Dios. Los comentarios sobre la disponibilidad de Jesús para atender a la gente necesitada –enfermos, endemoniados, etc.– habrían encendido su esperanza.
En el diálogo con Cristo, parece admitir que el Pueblo de Israel tiene una relación especial con el Señor, pues es como el hijo que está a la mesa del padre. Así, podemos adivinar que la sirofenicia tiene cierta fe en las promesas que Dios había hecho a los judíos. Pero ella además intuye que esa relación particular del Señor con su Pueblo no se encierra en sí misma, sino que de algún modo la misericordia de Dios se desborda para llegar a toda la Humanidad.
Esta mujer es un modelo de humildad y de confianza. No tiene reparos en ponerse con la frente en tierra ante los pies de aquel profeta extranjero. Y sabe insistir incluso cuando parece que no tiene muchos argumentos para alcanzar su petición. Ojalá nuestra fe sepa también superar las fronteras, y que se transforme en una oración constante, llena de abandono en el Señor, que nunca mira a nadie con indiferencia.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-es/gospel/2022-02-10/).