Es probable que alguna anomalía genética impida a un sector de la población mundial, entre quienes me incluyo, comprender ese fenómeno de masas que llamamos fe.
Soy parte de una minoría que no logra entender por qué miles de millones de personas creen en algo o en alguien, aunque no haya una sola evidencia física de su existencia o de su factibilidad.
No es una cuestión de educación, inteligencia o condición social.
Tengo amigos de reputada formación académica que consideran infantiles las danzas rituales de algunas etnias paraguayas en las que hay alegorías de guerras, tormentos y hasta fecundación; y, sin embargo, les parece racional y maduro participar de una antropofagia simbólica en la que se come y se bebe del cuerpo y la sangre de un hombre clavado a un madero.
Por supuesto, se trata solo de símbolos.
Ni los sanapaná adoran la guerra ni los cristianos son partidarios del canibalismo y menos de la crucifixión.
Si tomáramos las historias primigenias de cada religión al pie de la letra y les diéramos la condición de hechos textualmente verídicos, caeríamos inevitablemente en el ridículo. Aunque conozco a más de uno que no solo se hunde en el disparate, sino que además se jacta de ello.
Es imposible explicar, por ejemplo, el entuerto católico de la Santísima Trinidad, que son tres y uno a la vez, sin dar por sentado antes que el relato textual es apenas una alegoría o una fábula con intenciones pedagógicas.
Si no fuera así, deberíamos suponer que Dios Padre envió a Dios Hijo (que eran uno y el mismo) a la tierra a una misión suicida para salvar a los hombres del pecado. Y que, para hacerlo, se encargó antes de preñar a una mujer, sin tocarla (por la gracia divina de un tercero, el Espíritu Santo, que también eran Él y el Hijo a la vez). Y que esto fue para que la mujer concibiera al Dios Hijo, que también era el Dios Padre, además del Espíritu Santo.
Otra vez; estoy seguro de que semejante promiscuidad divina tiene una explicación racional basada en alguna intención aleccionadora, aunque harto confusa.
Conviene aclarar que estas complicaciones no son exclusividad de los cristianos. Se presentan en todas las religiones, incluso en aquellas más nuevas que se precian de estar sustentadas en la racionalidad.
Un caso singular es el de la Iglesia de la Cienciología, creada en los años 50 por un tal L. Ron Hubbard, autor de relatos fantásticos.
Aún hoy, para participar de la secta y acceder a sus cursos de perfeccionamiento, hay que realizar gruesos aportes económicos.
Aunque esa relación entre el oro y la fe no es nueva ni original. Lo más notable de esta organización es, en realidad, la historia sobre la que se construye su fe. Refiere que, hace 75 millones de años, Xenu, líder de la Confederación Galáctica, llegó a la tierra y abandonó en los alrededores de un volcán a millones de personas, a las que luego asesinó con bombas. Sus almas vagaron perdidas por el planeta por miles de años, hasta que se unieron a los hombres tras su aparición física, hará unos 4 o 5 millones de años.
Este episodio se conoce como “El incidente II”.
Todavía no logro entender cómo pueden saber detalles de un genocidio acaecido 75 millones de años atrás. Cómo pueden incluso tener hasta el nombre del sospechoso. La Policía debería tomar clases con ellos.
Como sea, en esta sorprendente historia creen personas de altísimo nivel social y de enorme incidencia pública, como la estrella cinematográfica Tom Cruise, ferviente defensor de la Cienciología.
Queda claro, pues, que por más inverosímil o improbable que parezca una historia, siempre habrá gente dispuesta a creer en ella.
Y no solo a creer, sino a actuar en consecuencia, que es la parte que más me interesa del fenómeno de la fe.
Si somos capaces de creer en algo tan improbable como un paraíso poblado de vírgenes, si podemos lacerar nuestros cuerpos y controlar los más básicos apetitos, todo en pro de una idea cuya comprobación física parece imposible, cómo es que no podemos generar ese mismo fervor para cuestiones más terrenales y obvias como la construcción de un mundo más razonable.
Los mismos amigos que creen en un paraíso religioso basados solo en la fe, no creen que Paraguay pueda convertirse, cuanto menos, en un lugar decente para vivir.
O soy yo, o ellos solo son hombres de poca fe.