”...Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano...”
Mateo 18, 15 - 20
Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano, declara el Señor. Pues, lo que realmente tienen de malo las ofensas que recibimos no es tanto que nos puedan agraviar, cuanto la ofensa cometida contra Dios, que esperaba de aquél que nos ofende otra conducta más de acuerdo con su voluntad: siempre es el amor entre nosotros. No olvidemos que Jesús, Señor Nuestro, se hizo hombre y convivió con los hombres para indicarnos el camino de la Salvación. Todo lo que hace o dice Jesús tiene sentido salvador: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida , afirmó, y nos dejó así claro que en Él, sus palabras, sus gestos, su intención y todo el cuerpo y la sangre de su humanidad Santísima están empeñados en el mayor bien que es posible para los hombres: la intimidad eterna de cada uno con la Trinidad Beatísima.
Parte, y parte importante, del querer de Dios para con los hombres es que nos ocupemos de la santidad de los demás. Esa inquietud, que no quita la paz aunque llegue a consumir el alma y reclame muchas energías, sobre todo del corazón, no puede ser sólo tarea de unos pocos, por alguna razón especialmente dedicados. Todos tenemos familia, otros parientes, amigos, compañeros y conocidos, con los que coincidimos, con ocasión de las más diversas actividades. Cada uno es el “hermano” pecador -si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele...-, pues todos tenemos defectos. Defectos que, de ordinario, al menos en cierta medida saltan a la vista. No nos quedemos, ya que deseamos una vida según Dios, no en la queja, ni en la crítica, ni tampoco en soportar resignadamente los defectos del prójimo, cuando es posible ayudarle a salir de su hábito de pecado, o al menos a que reconozca sinceramente su error y a que quiera no reincidir en él.
La Caridad cristiana debe impulsarnos a pensar primero en los demás. En ese sentido los propios problemas son secundarios. No es en absoluto fácil, sin embargo, pensar en lo bueno para el otro, precisamente cuando el otro es el culpable de la situación que padecemos, cuando es él el que fastidia y cuando si no fuera por él estaríamos de maravilla, y si además el sufrimiento que padecemos no parece importarle. Entonces, la tendencia espontánea es un deseo imperioso de que desaparezca el causante del mal; y eso, en el mejor de los casos. No suele venir ni a la mente ni al corazón una preocupación positiva por el injusto agresor.
Jesucristo en la Cruz , padeciendo injustamente y de modo indecible, deja para siempre un ejemplo supremo de caridad: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen, es su oración mientras le crucifican. Que, aunque nos cueste, deseemos perdonar. Aunque nos parezca casi antinatural en algunas ocasiones desear el bien a quienes nos ofenden. No puede ser un criterio que pase de moda ese perdón de Cristo, si queremos ser cristianos. Recordemos cómo Jesús abolió para siempre el “ojo por ojo y diente por diente": “Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá.
