El Evangelio de hoy narra la escena de aquella mujer que, dolorida por sus pecados, se atreve a arrodillarse ante Jesús. Una mujer que llora, que besa y que unge los pies del Señor. Una mujer que rompe su vida vieja, que no se queda encerrada en su pasado, que no se desalienta y se deja curar. Una mujer que abre su corazón porque quiere amar de verdad y necesita el perdón de Dios. Una mujer que sueña con un corazón amante, con un corazón nuevo que pueda amar más y mejor. Una buscadora de amor apasionado.
Frente a ella un hombre, de cierta cultura, fariseo, que la juzga con dureza, que la desprecia, que no entiende sus gestos, ni tampoco la mirada misericordiosa del Señor. Un hombre incapaz de soñar.
Y Jesús, en medio de los dos. Con paciencia y amor le explica a Simón qué significa lo que ha hecho esta mujer: cómo a Dios lo que le duele es el corazón que se cierra a la misericordia, al perdón, porque es incapaz de reconocer los propios pecados; cómo “el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo son los propios pecados” (papa Francisco, El perfume de la pecadora, homilía en Santa Marta, 18 de setiembre de 2014).
Le enseña cómo él estaba deseando que aquella mujer irrumpiese en el banquete sin pedir permiso, y se abrazase a sus pies.
El deseo de Jesús era poder decirle: “Han quedado perdonados tus pecados”.
Esta mujer nos enseña el modo adecuado de manifestar nuestro arrepentimiento y confesar nuestras miserias y pecados.
Necesitamos llorarlos, hacer nuestro el dolor de Dios por nuestros abandonos y desprecios. Ponernos a los pies del Señor y besar y ungir sus pies, con nuestro agradecimiento y nuestra adoración.
Jesús nunca se queda en la superficie de nuestra vida, va al fondo de nuestro corazón para sanarlo y que pueda volver a amar.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/evangelio-feria-v-vigesimocuarta-semana-tiempo-ordinario/).