Por Sergio Cáceres Mercado - caceres.sergio@gmail.com
El lunes pasado reflexioné sobre el concepto de nación y lo apliqué al caso paraguayo. Tal concepto lo tomaba de una cita que, por cuestiones de espacio, no apareció en la columna. Eso debilitó mi argumentación y por eso la recupero y continúo con el debate.
Luego de hacer un recuento de cómo fue el proceso historiográfico que instaló y consolidó la imagen de nación que tenemos oficialmente en Paraguay, me hacía la pregunta: "¿Podemos decir que somos una nación cuando condenamos a más de la mitad de los nuestros a vivir en la pobreza?”.
En esa parte debía estar la cita del sociólogo francés Robert Castel, quien ante la existencia de tantos excluidos en la pobreza dice: “Su existencia (los pobres excluidos) pone en cuestión la concepción de que la sociedad debe existir como un todo, lo que se llama una nación.
Si hay efectivamente gente segregada a la vez de los circuitos sociales de producción, de utilidad y de reconocimiento, se perfila un modelo de sociedad en que sus miembros no están ya vinculados por aquellas relaciones de interdependencia que teorizó Durkheim, por ejemplo, y que permiten que se pueda hablar de una sociedad como un conjunto de semejantes. Tal es el peligro que comportan los fenómenos de exclusión: el exilio de una parte de la población respecto de la sociedad y la ciudadanía”.
La intención era cuestionar, a partir de Castel, nuestra condición como nación.
En primer lugar, porque como todo apelativo usado para calificar una población determinada en un territorio determinado, el término “nación” tiene un contexto histórico en el que es formulado con intenciones bastante claras para los que podemos mirar ese proceso ex post facto.
En segundo lugar, si este apelativo tiene como una de tales intenciones de uniformizar lo que no se puede uniformizar, o sea, negar la pluralidad cultural que forma el Paraguay territorialmente hablando, entonces estamos en nuestro derecho de cuestionarlo.
Y en tercer lugar, si tal noción implica que debemos creer en un mito originario del cual todos provenimos y al que nos debemos, por lo tanto somos todos semejantes, estamos en nuestro derecho de descreer en tal mito y la obligación de vernos como semejantes, porque la realidad nos dice que estamos estratificados entre “connacionales” de primera, segunda y tercera categoría.
Es más, si un grupo minoritario de “connacionales” privilegiados se encarga de mantener -e incluso producir- a muchos de sus “semejantes” en un estado de marginalidad, entonces debemos dudar si somos una nación tal como se la entendía antes.
Disculpen, pero concluyo citándome: “Si este bendito lugar al que llamamos Paraguay sigue marginando a sus hijos, [...] no merecemos el calificativo de “nación”, porque la uniformidad ética y política que ella presupone nunca la hemos cumplido”.