Una mujer –con vestido rojo y que lucía en la cabeza una tiara de plástico de color plateado– preguntaba una y otra vez: ¿Qué calle es? Las respuestas de los pasajeros no la convencían. Entonces, por recomendación de una persona, se levantó y preguntó al chofer: ¿La Terminal?, dijo con una voz casi inentendible, por lo que tuvo que repetir como tres veces la misma frase.
Sostenía en la mano izquierda tres bolsas llenas con revistas viejas. En la otra tenía billetes acomodados en forma de tubitos. Hablaba bajito y repetía palabras sin sentido y sonreía afablemente. Ante su insistente consulta y porque el ómnibus no tenía en su itinerario pasar por la Terminal –que por cierto ahora se denomina “Estación de Buses de Asunción”–, el chofer la bajó en otra parada para que suba en el bus correcto. Esta es una postal que ocurrió la semana pasada en Asunción.
En diciembre pasado, en otro viaje en bus, escuché de repente una voz susurrando: “Haría lo que sea por una jalea”. “Lo que sea”, repitió. No le presté atención, pero al levantarme del asiento lo vi. Era un hombre con la barba tupida, el pelo graso. Vestía un abrigo de color gris con 35 grados, en pleno verano. Estaba parado en el pasillo. Se sostenía de manera torpe de los asientos. Y tenía la mirada perdida. “Ahora todos van a ladrar como perros, como perros. Y vamos a comer pescado”, dijo ante la atenta mirada de una mujer y un hombre.
Un joven se colocó los auriculares, creo que tal vez para eludir esa realidad. Este fue un caso que sucedió en el mes de diciembre del año pasado. ¿Cómo terminó ese viaje? No tengo ni idea.
Estos episodios son una fotografía de la realidad de la salud mental en el país. En un país –pospandemia– con la economía y la salud mental en bancarrota, quebrada, destruida, pulverizada, por años de desidia de ínfima inversión.
En este caso, el hombre del bus era producto del abandono del Estado y de la familia, por supuesto. Por su aspecto, se presume que vive en la calle, vive de las monedas, vive como un despojo del olvido. En el microcentro de Asunción, las calles no solo están sitiadas por las personas con adicciones, sino que también son un depósito de personas con enfermedades mentales. Aunque miremos a otro lado, esa es la realidad.
No preciso dar cátedras de salud mental, ni dar recetas mágicas. Solo quiero insistir en la imperiosa necesidad de contar con instituciones del Estado que puedan dar respuestas concretas en esta materia pendiente: La salud mental. Un área que se acentúo en pandemia.
Estos acontecimientos –creo– son solo la punta del iceberg de la situación crónica de la salud mental en el país que se arrastra de hace años, con coberturas deficientes. Estimativamente, solo hay entre 70 a 100 siquiatras para toda la población del país.
En el Paraguay persisten las barreras para el acceso a las consultas en salud pública y en el IPS. A eso hay que sumar el elevado costo de los medicamentos. Y, por sobre todo, es necesario hablar del impacto que tiene en el entorno familiar, que a veces se vuelve insostenible, insoportable, tanto que ya no logran hacerse cargo de la persona con trastornos mentales.
A todo este panorama es importante resaltar que el año pasado se promulgó la Ley de Salud Mental que “tiene por objeto asegurar el derecho a la protección de la salud mental, una atención humanizada centrada en la persona y su contexto sicosocial”. Esta legislación apunta a una descentralización y mayor inversión para la cobertura. Esperemos que se haga realidad.
Poco a poco se dan pasos para mejorar la asistencia en esta materia pendiente. En una encuesta del Banco Mundial del año pasado, Paraguay ocupó el cuarto lugar entre los países con más vulnerabilidad de la salud mental. Esta situación, que salta en encuestas, no solo se acentúa en nuestros entornos, sino que también se ve en las calles de Asunción. Y ya no podemos seguir haciendo “la vista gorda”.