Sin embargo, aunque su Corazón ha dejado de latir, las demostraciones de su Amor no han concluido. Queda todavía una última muestra. Quedan todavía sangre y agua: quizás los dos principales símbolos de la vida. Y Jesús no se los quiere guardar: justamente para darnos vida es que ha querido morir.
Los Padres de la Iglesia han escrito infinidad de reflexiones bellísimas sobre lo que implica el costado abierto de Cristo, que nos permite asomarnos y contemplar su Corazón. Algunos, como San Agustín, insistirán en que, como Eva nace del costado de Adán, así la Iglesia nace del costado de Cristo. También es sentir común de los santos de los primeros siglos que esa sangre y esa agua son indicaciones claras de la fuente de la cual brotan los sacramentos. Y por santa Faustina sabemos que el propio Jesús quiso que en la imagen de la Divina Misericordia quedaran plasmados esos dos rayos, uno rojo y otro blanco, que representan la sangre y el agua de su Corazón.
Es por eso que la Solemnidad del Sagrado de Corazón de Jesús tiene una significación muy honda para los cristianos. Cuando nos referimos al corazón de una persona pensamos en sus afectos, en sus sentimientos, en su forma de amar. Pero como nos recuerda san Josemaría, “cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella —alma y cuerpo— a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Es Cristo que pasa, n. 164).
Conocer el Sagrado Corazón de Jesús para creer en su Amor es la necesidad más honda de nuestro propio corazón. Acudamos a la intercesión de la Virgen y de san Juan, cuyos corazones latieron al unísono con el de Cristo, para que no dejemos nunca de pasmarnos frente a este misterio: que nosotros somos el tesoro del Corazón de Dios.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py)