08 ago. 2025

Remedios

Luis Bareiro – @Luisbareiro

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Según datos de la universidad Johns Hopkins (JHU), los contagiados por Covid-19 son 82.709.354 y han fallecido 1.805.035 personas por la enfermedad en el planeta.

Foto: elimparcial.es.

Tenía 10 o 12 años cuando participé de un cumpleaños infantil de esos en los que hay un menú para los grandes y otro para los chicos. Sándwiches, chocolate y torta para nosotros; cerdo a la parrilla para ellos. Mi problema fue mezclar los menús. No salía del baño, lo que originó la queja del resto de la familia obligando a mi padre a llevarme a consultar con un médico.
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Por aquel tiempo, el médico no era un académico de bata blanca y estetoscopio, sino un señor que atendía en su casa y tenía en el patio varios tachos de agua hirviendo con una variopinta selección de yuyos. Me revisó los ojos y concluyó que tenía diarrea e irritación del esfínter. Me pregunté incómodo qué debería auscultarme si tuviera conjuntivitis.

Metió un cucharón en la marmita que tenía más cerca y cargó con aquel líquido barroso una botella de vidrio que luego envolvió en papel diario. Papá tomó la botella y se acercó a la secretaria del curandero para pagar. El hombre estaba atendiendo ya a otro paciente, una joven. La miró a los ojos y le dijo que estaba embarazada. Llenó otra botella con el mismo líquido y se la entregó. Deduje que la pobre también estaba con diarrea… o que yo iba a ser padre.

Antes de convertirlo en abuelo, le consulté a papá por qué no podíamos acudir a un hospital de verdad. “Por una cuestión de costo/beneficio –me dijo– porque para pagar la consulta tendría que vender la casa; y yo tengo siete hijos, pero solo una casa”. Tres décadas después sigo intentando digerir esa respuesta.

La verdad es que la actitud de mis padres con respecto a la salud era la consecuencia inevitable de una cultura de la resignación.

Sencillamente, en Paraguay la atención médica, así como cualquier otra forma de protección social, no se consideraba un derecho, sino un artículo de lujo. No había nada más natural que morirse por una infección causada por un pike en el dedo gordo del pie.

Imagínense que la primera entidad que se creó con fines sociales en la década de los cincuenta, el IPS, era tan altruista que fijó la edad para jubilarse en 65 años, cuando la expectativa de vida por aquellos años era de 64.

La idea no era que nos jubiláramos, sino que juntásemos la plata para hacerlo.

Esa fue siempre nuestra concepción torcida del Estado, una excusa para tomar el dinero de todos y repartirlo entre pocos, los administradores de turno y sus jefes políticos. Y si para hacerlo era necesaria una justificación, allí estaba la cuestión social.

Esto se convirtió en un negocio fabuloso cuando, tras la caída de la dictadura, la gente descubrió que tenía derecho a ser atendida en un hospital público, y a que le proveyeran de medicamentos.

Se destinaron más impuestos para ese fin, lo que permitió el ensamblaje de una red de proveedores, funcionarios venales, planilleros y padrinos políticos que se quedan con la porción más grande de la torta presupuestaria.

Y el sistema siguió operando así, a los tumbos en lo que se refiere al servicio, pero magistralmente en cuanto al lucro de sus operadores. Solo que esta vez ya no corre la resignación cultural.

Los contribuyentes no están dispuestos a seguir soportando el ninguneo del Estado.

Es simple; el modelo se agotó y la pandemia no hizo sino acelerar su proceso de descomposición. Hoy es imposible pronosticar cómo terminará esta historia si el presidente de turno no consigue las vacunas. Más le vale ser creativo.

Acaso deberá preguntarse si no llegó el momento de darnos un tiempo con los taiwaneses (no son ellos, somos nosotros, como dijo un internauta) y negociar con los chinos una compra masiva.

En los tiempos de su padre, el mío se resignaba al misticismo enfriando una botella en la heladera; en estos, nuestros hijos seguirán saliendo a la calle pidiendo su cabeza.

Si no tenemos remedio, él tampoco.