La primera dimensión, la de su aporte original a la historia del periodismo latinoamericano, aguarda todavía por sus vindicadores. No figura ni es mencionado en la extraordinaria La invención de la crónica de Susana Rotker, ni en la Antología de la crónica latinoamericana de Darío Jaramillo Agudelo. Y debería.
La segunda está siendo cada vez más subsanada con nuevas biografías y novelas sobre el hombre, el personaje, incluso paraguayas: Su humanidad, su conmiseración y su confusión acaso cristológica con los pobres de materia y espíritu. Una anécdota lo pinta en ambas dimensiones.
Hacía meses que vivía exclusivamente de su pluma, con un hijo y una esposa que nunca aceptó dinero de su linaje paraguayo, ni en los peores momentos. Pronto Rafael Barrett no podría escribir ya en ningún lado y le prohibirían dar conferencias, incluso, en la calle. Era el precio a pagar por escribir lo que escribía, por ver lo que veía. El precio de ser, literalmente, periodista.
A su alrededor pocos lo eran. No solo por esa prosa enfebrecida, sino por su filosa mirada dirigida hacia un mundo invisible, desconocido, enterrado por el lenguaje de los medios de Asunción. Visible, conocido, desenterrado por sus aguafuertes asuncenas, por su develación de una verdad lacerante, incómoda.
Barrett vivía entonces en San Bernardino. Solía bajar a la capital para cobrar sus haberes. A veces no encontraba a sus deudores (directores y propietarios de periódicos) y debía parar en alguna casa amiga, hasta encontrarlos y, recién después, volver con algo de plata a la villa, junto a Panchita y Álex.
Cerca del lago Ypacaraí, una noche de fines de mayo de 1907, Barrett le escribió a una señora de Asunción para pedirle un favor. Le rogaba que se interiorizara de la situación de un niño de dos años y medio que su esposa había salvado, mediante la orden de un juez, “antes de que lo mataran de hambre y abandono” sus propios parientes, según contó Panchita décadas después.
Le pidió también a la mujer que hiciera los trámites para que él pudiera enviar un dinero mensual al orfanato de Asunción donde se encontraba la criatura, a fin de “dulcificar la situación del infeliz”. Barrett, el prohibido por la casta terrateniente asuncena, por sus medios de comunicación; el siempre sogue Rafael de los obreros y de los esclavos, se ofrecía a mantener con vida a alguien que, simplemente, había cometido el error de nacer y que otros, su propia sangre acaso más piadosa los domingos en la iglesia, habían abandonado a su suerte.
En la ciudad donde hoy veranean familias de aquella misma casta censora de hace un siglo, la noche de la carta Rafael cuidaba de Panchita, “en la cama con un fuerte catarro”. No la dejaría levantar hasta que se recuperara del todo. Unos días antes, su único hijo Álex, de pocos meses, estaba igual o peor de enfermo y también se había afanado sobre él, solícito. Al anarquista Rafael siempre le preocupó la humanidad y esa humanidad no era solo la de su sangre, sino cualquier desconocido niño de un orfanato de Trinidad.
Tres años después, el escritor y periodista de la realidad que delira estaba muerto con 34 años, a miles de kilómetros de Asunción. Su hijo Álex creció y combatió en la Guerra del Chaco, sobrevivió a ella y siguió combatiendo por sus ideas, bajo el signo del padre apenas conocido. Carlos Alberto Le Mounier, el niño de “los golpes y temores sufridos a manos de su parentela corrompida”, se recuperó y fue un robusto joven que también, como toda su generación, desembocó en el frente chaqueño, donde falleció como teniente defendiendo a un país “profamilia” que no lo defendió cuando el viejo Rafael y Panchita sí lo hicieron.