Dios apareció con frecuencia entre las noticias del terremoto que devastó Haití. En muchos blogs y comentarios de prensa hay gente preguntándose por la razón que llevó a Dios a descargar su furia sobre ese pobre país. El telepredicador Pat Robertson achaca la tragedia a un pacto con el diablo suscrito por los haitianos, más de la mitad de los cuales practican el vudú. O no existe el tal Dios o es un racista, afirma un agnóstico. Los designios de Dios son inescrutables, responden los creyentes.
La discusión carece de sentido, pero es inevitable ante la realidad maldita de que las placas tectónicas -con intervención divina o sin ella- decidieron sacudirse justo debajo de los pies de los más parias del planeta.
Es que Haití, la primera república negra independiente del mundo y la primera en abolir la esclavitud, ya era una tragedia antes del terremoto. Víctima del colonialismo brutal de los franceses y de la crueldad posterior de sus propios caudillos sanguinarios, Haití empeoró sin tregua hasta convertirse en el país más miserable del hemisferio occidental. Su miseria jamás importó demasiado a la comunidad internacional. Interesaban sí su azúcar, su cacao, su café y su tabaco, para cuyo expolio se montaron invasiones y hubo apoyo a dictadores corruptos y megalómanos.
Haití ya era una tragedia hace mucho tiempo. Su miseria apenas podía medirse en cifras. Casi diez millones de habitantes sobreviviendo con el PIB más bajo de América Latina. 80% de ellos por debajo de la línea de pobreza. Ese mismo porcentaje está desocupado.
La mitad del país es analfabeta. El 75% de las casas carecen de saneamiento. Sin servicios de recolección de basura, con salud y educación públicas espantosamente precarias, es el país con la mayor tasa de mortalidad infantil, con el mayor índice de infección por el VIH y con la menor expectativa de vida del continente.
Haití ya era una tragedia. Violento, desigual y deforestado, era ya el paradigma de los estados fallidos. Y ahora, el terremoto. Dígame si no es como para pensar que Dios miraba para otro lado...
El presidente haitiano, René Préval, calificó la catástrofe con el adjetivo “inimaginable”. Y no exageraba. Hasta él se había quedado sin casa, pues el seísmo derrumbó su orgulloso palacio presidencial. Puerto Príncipe tenía pocos edificios sólidos y modernos y casi todos ellos se vinieron abajo: el del Hotel Montana, el de la sede de la ONU, el del Citibank. Imagínese usted el daño en las endebles construcciones pobres de la capital haitiana. Se trata, como lo dijo el ex presidente Jean-Bertrand Aristide, de “una tragedia que desafía la comprensión”.
Este país fatigado por el desastre, invadido por atávicas llagas de miseria, soporta hoy el feroz látigo de la naturaleza. No es hora de análisis sociológicos ni de adjudicaciones de culpas. Esta hora de sufrimiento exige solidaridad.
La única esperanza que pueden tener los haitianos, acostumbrados a que todo les falte, es sentir de verdad el calor humano y la ayuda efectiva. Se dirá que no es mucho lo que podemos aportar. Pensemos que Haití es uno de los pocos países del continente más pobre que el nuestro. En verdad, es inmensamente más miserable que nosotros.
Echemos un manto de olvido sobre la propuesta inhumana de esa senadora que cuestionó la ayuda enviada por Paraguay a los haitianos y recordemos la solidaridad mundial que recibimos cuando nos tocó el dolor del Ycuá Bolaños. Lo de Haití es centenares de veces mayor en número de vidas.
Y tampoco metamos a Dios en esto. Ese trozo de África enigmático y a la deriva es el costado de América que más duele. Y bastante tiene con los errores humanos internos y externos y con los arrebatos incomprensibles de la naturaleza.