EFE
A la entrada del centro penitenciario, los días de visita, cargados de bolsas con comida y ropa, los hombres esperan a la izquierda y las mujeres a la derecha su turno para ver a sus familiares.
Ningún objeto con la más mínima apariencia electrónica puede pasar.
En la sala de espera, hombres y mujeres se juntan y vuelven a aguardar durante horas antes de coger un trenecito, que parece más propio de un parque temático que de una cárcel, y que transporta a los visitantes dentro del recinto.
Luisa, escondida bajo un seudónimo para proteger su identidad, se queja de que no puede ver la Champions League porque lo único que ponen en la televisión de la prisión son las telenovelas egipcias.
Los cuatro años que vivió en Barcelona como peluquera le han teñido el corazón de blaugrana. Además, le han ayudado a tener un trabajo entre los barrotes.
“Cobro seis paquetes de cigarrillos por sesión de estética (a las otras presas): hago las uñas, plancho el pelo, lo tiño y lo corto”, explica la joven colombiana, que añade que el material se lo trae su madre, que la ha visitado seis veces.
Además, recuerda los cuatro años y cuatro meses que lleva en esta prisión, tras ser acusada de robo.
“Soy pecadora, culpable, pero no de lo que me acusan; soy culpable de venir aquí y confiar en gente en quien no tenía que confiar”, subraya.
Luisa fue arrestada junto al que entonces era su marido, pese a que, según dice, la denuncia no incluía a ninguna mujer. Entró embarazada a Qanáter y, una vez dentro, perdió a su bebé.
Explica que por el derecho a tener una cama, las presas pagan una mensualidad: 200 libras egipcias (22 dólares) si es la litera de arriba, 300 (34 dólares) si es la del medio y 400 (45 dólares) las que duermen más cerca del suelo.
Al lado del módulo de mujeres, el de los hombres es más acogedor. Las paredes de la sala de visitas están llenas de colores, de personajes de Disney y de monumentos de Egipto.
Fernando, también colombiano y protegido con un nombre ficticio, confirma las mejores condiciones en las que viven los hombres, que duermen en celdas con doce camas, dispuestas en cuatro literas.
“Esto es un hotel de tres estrellas. Cada uno tiene su cama, aunque no nos dan ropa, no nos ayudan económicamente y el tratamiento sanitario es muy ocasional”, indica.
Sin embargo, agradece que haya un patio en el que hacer un poco de deporte. Algo de lo que no disponen las mujeres como Luisa, que comenta que se ve obligada a hacer sus 1.200 abdominales diarios en su cama.
En cuanto a la comida, en ambos módulos el reparto es parecido: un burro trae diariamente el arroz y el “ful” (frijoles), y también tienen derecho a tres panes por cabeza, un tomate, una zanahoria, una caja de queso cada dos días y dos huevos dos veces por semana.
“La comida no sabe a nada, hay que recocinarla”, señala Fernando.
El resto de cosas que necesitan, tanto ellas como ellos, las intercambian en la cantina por unos bonos que compran con el dinero que reciben de sus familiares.
“Si me mandan 100 dólares, tengo que pagar (una comisión de) 250 libras (28 dólares)”, se queja Fernando, que espera su salida el próximo 19 de agosto.
Tras casi seis años encarcelado por robo, el joven hace balance y destaca que en la prisión de Qanáter la policía les trata bien, aunque no así en la comisaría donde, según dice, sí existen “torturas”.
Según un informe publicado en noviembre de 2015 por la organización de derechos humanos Al Karama, con sede en Suiza, entre agosto de 2013 y septiembre de 2015 se registraron 323 casos de muerte en las prisiones egipcias.
Según la ONG, estas muertes fueron “consecuencia directa de la tortura, los malos tratos y la negación de los cuidados médicos”.
Fernando cuenta que él y otros compañeros visten de azul, lo que les diferencia de otros presos, con camiseta y pantalón blancos. Son los refugiados e inmigrantes sin papeles que, ante la falta de centros de internamiento, son detenidos y encarcelados aquí a las espera de la resolución de sus casos.
En el módulo de mujeres, sin embargo, todas visten de blanco, pese a que también hay refugiadas e inmigrantes irregulares.
"¿Cómo es posible que las inmigrantes estén en la cárcel, que las junten con ladronas y asesinas? Son niñas que no han hecho nada más que buscar un futuro mejor”, critica Luisa.
Eso precisamente, buscar una nueva vida, es lo que pretende hacer la joven colombiana una vez salga libre, como tarde, el próximo enero.
“Quiero ir a Italia con mi madre e intentar arreglar los papeles; empezar de cero”, concluye.