El Estado sigue siendo el gran empleador en el Paraguay y como tal resulta exageradamente generoso a la hora de otorgar beneficios y repartir salarios, pero a la vez muy inequitativo con ciertas áreas de los servidores públicos, como los educadores y auxiliares de la salud. O a la hora de administrar el presupuesto de la nación y repartir los beneficios de protección social a los funcionarios.
Recordemos que el encargado de fotocopias en el Parlamento percibía un salario de G. 14 millones, mientras que un docente solo bordea los G. 3 millones. O lo que se otorga de presupuesto a instituciones como el Instituto Paraguayo del Indígena o el Ministerio de la Niñez y la Adolescencia está a una distancia sideral de lo que se asigna a instituciones como el Ministerio de Hacienda o el de Industria y Comercio.
Dentro de las propias instituciones públicas y desde el Estado se fomentan privilegios y profundas diferencias entre los servidores públicos. Son décadas de un sistema clientelar, de opacidad, falta de control e impunidad contra el que ahora, sin dimensionarlo del todo aún, en la sociedad está cobrando vigor una concepción distinta de lo que es el servicio público y de lo que significa vivir en democracia.
Muchos quizá no se estén percatando de que ahora hay mayor indignación hacia las diversas modalidades de abuso, privilegios y despilfarros de los recursos públicos, lo que va directamente ligada a la conducta de los funcionarios. Estos, como nunca antes, están bajo la mirada ciudadana que reivindica valores que parecían olvidados, como la honestidad.
En gran medida, esta suerte de despertar de una conciencia ética colectiva se debe al proceso de transparencia que lentamente estamos incorporando los paraguayos.
Mediante la transparencia y el papel escudriñador de la prensa, conocemos de situaciones de privilegio, como el envidiable seguro médico contratado por el Ministerio de Industria y Comercio para sus funcionarios, cuya cobertura incluye hasta cirugías estéticas. Esto se daba, mientras en otros ministerios los funcionarios deben conformarse con seguros médicos de limitada calidad y cobertura, contratados en función de un monto mucho menor que se les asigna mensualmente. ¿Qué hace que unos funcionarios sean más importantes y requieran mayores privilegios que otros? ¿Cómo es posible que dentro del propio Estado existan funcionarios de primera y de segunda categoría?
Ni hablemos de los extraordinarios beneficios extras que tienen algunas categorías, en detrimento de otras. Así es fácil comprender por qué gran parte de la torta presupuestaria va destinada al sostenimiento de este costoso y profundamente inequitativo aparato público que se abulta con cada nuevo periodo de gobierno.
El acceso a servicios de salud y a la educación de calidad tiene que estar garantizado y debe regir para todos por igual. No se puede sostener que solo los funcionarios públicos, y encima de ciertos ministerios o entes descentralizados del Estado, gocen plenamente de este derecho, y hasta con beneficios adicionales que ya rayan con el derroche, mientras que el resto de los trabajadores tienen que deambular por los servicios estatales de salud, desabastecidos y atiborrados, en busca de atención básica.
Un Estado que funciona así no puede concebir políticas sociales ni económicas basadas en la equidad. Carece de justicia hacia adentro y hacia afuera. Es insostenible, y lo estamos viendo.