09 oct. 2025

Privacidad es libertad

Por Bruno Vaccotti.
Columnista invitado.

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La vigilancia masiva no es un accidente tecnológico, es un modelo de control.

En nuestra región, donde convivimos con la improvisación y la burocracia al mismo tiempo, esa libertad se erosiona todos los días sin que lo notemos. América Latina se caracteriza por ser cuna de desprolijidades en muchos sectores. A veces, esa informalidad sirve para dinamizar procesos; primero se hace, después se corrige. Pero el avance de la burocracia trae consigo un precio silencioso: nos piden copias de todo, documentación de todo. Los bancos exigen explicar cada depósito. Los proveedores de internet saben más de nuestra vida que nuestra propia familia. Nos acostumbramos a entregar datos como quien paga un impuesto invisible. Lo que asumimos como normalidad es, en realidad, pérdida de libertad.

Julian Assange lo advirtió con crudeza: la vigilancia masiva no es un accidente tecnológico, es un modelo de control. Y en nuestra región sobran ejemplos. En México, la compra irregular de Pegasus sirvió para espiar a periodistas y opositores, dejando claro cómo la privacidad puede ser tomada como rehén del poder político.

En Paraguay, la base de datos biométrica de la Policía Nacional se construyó sin protocolos claros de protección, amenazando con convertirnos a cada uno de nosotros en un código rastreable. En Brasil, las aplicaciones de delivery y transporte acumulan información de millones de ciudadanos, lista para ser comercializada sin que nadie lo note. En Argentina, la filtración de la base de datos del Renaper expuso la fragilidad de los sistemas públicos y puso en riesgo a millones de personas. En Perú, durante la pandemia, se usaron datos de geolocalización para “monitorear” la movilidad, abriendo la puerta a usos discrecionales más allá de la emergencia sanitaria.

El problema es que cedimos privacidad porque creímos que era un detalle. “No tengo nada que esconder” o “no soy una persona relevante” son frases que se repiten cuando este tema aparece.

Pero la realidad es otra: sí tenemos cosas que proteger. Nuestra intimidad, nuestras ideas, nuestros planes a futuro, nuestra capacidad de disentir sin miedo. La privacidad no es esconderse, es elegir qué mostrar y a quién. Es el derecho a cerrar la puerta de nuestra casa digital igual que cerramos la puerta de nuestra casa física.

El riesgo es tangible. Si mañana un banco te niega un crédito porque un algoritmo interpretó mal tus datos, si una aseguradora rechaza tu póliza por el historial de aplicaciones médicas que usaste, ¿realmente no tenías nada que esconder? La pérdida de privacidad no golpea de inmediato, pero condiciona el futuro en silencio.

Recuperarla no es imposible. Existen herramientas al alcance de todos: cifrado de extremo a extremo, navegadores que no rastrean cada movimiento, billeteras de Bitcoin de autocustodia que nos devuelven soberanía financiera. Pero no basta con la tecnología: debemos exigir transparencia, que las empresas informen con claridad qué hacen con nuestros datos, que los Estados se sometan a auditorías ciudadanas. Y, sobre todo, necesitamos educación. Cada vez que aceptamos términos y condiciones sin leer, entregamos un pedazo de nuestro poder.

El futuro de internet no será libre si no recuperamos el derecho a ser invisibles cuando lo decidamos. No se trata de paranoia; se trata de dignidad, de libertad y de derechos fundamentales que tenemos como personas. En una región donde el poder suele concentrarse y la corrupción encuentra grietas, la privacidad no es un lujo: es la última línea de defensa de la ciudadanía frente al abuso. Defender la privacidad no es tarea de hackers ni de expertos: es tarea de cada ciudadano que entienda que sin ella, la libertad se convierte en fachada.

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