Holbrecht, representante de una empresa inmobiliaria, se enamoró y se casó con Miriam, una profesora de primaria. Se conocieron en una cena con amigos. Su vida era tranquila y hacían buena pareja. Un año después de la boda, compraron una casa en uno de los mejores barrios de Berlín, que pagaron todo a los cinco años.
Un día, llegaron a las siete de la mañana. Lo esposaron y lo sacaron de la casa. Su esposa, aún en piyamas, miró la orden de detención. “Abuso de una menor en veinticuatro ocasiones”, decía. Ella conocía a la niña. Iba a su clase de primaria. Se quedó con un agente en la cocina cuando otros dos policías llevaron a su marido a la patrullera.
No fue un proceso largo. Holbrecht negó todo. El juez le recriminó que en su computadora hallaron porno. Aunque no salían niños y las películas eran legales, las mujeres eran jóvenes. El magistrado creyó en la niña. Esta dijo que el hombre siempre le salía al paso cuando ella volvía a su casa. La tocaba “abajo”, declaró llorando. Había ocurrido en su terraza. Otra niña confirmó todo. Incluso, lo vio dos veces con sus propios ojos. Ambas describieron la casa y el jardincito.
Su esposa no asistió a la audiencia. Su abogado le envío los papeles del divorcio a la cárcel, donde cumplía prisión preventiva. Holbrecht lo firmó todo sin leerlo. Lo condenaron a tres años y medio. En la resolución, el juez decía que no tenía motivos para dudar de la niña. El hombre cumplió su pena hasta el último día. El terapeuta quería que admitiera su culpa. No lo hizo.
Al salir, el hombre tenía sus pocas cosas en su maleta. Algo de ropa, unos libros y cerca de 250 cartas a su mujer que nunca envió. En su bolsillo estaban la dirección del asistente social que le fue asignado y de una pensión para alojarse. Los siguientes cinco años fueron tranquilos. Holbrecht vivía de lo que ganaba como hombre anuncio para un restaurante turístico. Mostraba vistosas imágenes de pizzas. Vivía en una habitación de barrio. Su jefe lo apreciaba.
Un día, vio a la niña y la reconoció en el acto. Ya tenía unos dieciséis o diecisiete años. Iba con su novio. Tomaban helado. Se río. Era ella. El ex convicto se volvió a toda prisa al negocio. Se quitó el cartel. Dijo que estaba enfermo y fue a su casa. Al llegar, se tumbó con la ropa puesta. Se cubrió la cara con un paño. Durmió catorce horas seguidas. Un amigo le preguntó si era por una mujer.
Ella pasaba todos los sábados frente a él sin conocerlo. Holbrecht la esperaba. La seguía. Por las tiendas, el café, los restaurantes. Un día, entró al cine y se sentó atrás con un cuchillo de cocina en el pantalón. Se puso detrás de ella. Podía hacerlo sin problemas, pero no pudo. Salió y fue a la oficina del abogado.
El profesional (Ferdinand Von Schirach) escuchó su historia. “No lo he hecho”, dijo. Tras cerciorarse de que no pasó nada en el cine, el abogado tomó el caso. Citó a la joven para hablar de la revisión.
La muchacha acudió y él le contó la historia. No estaba seguro de que ayudaría. Se despidió y vio que lloró.
Al día siguiente, ella le envío por correo su antiguo diario. Tenía señaladas algunas páginas amarillas. Lo había planeado todo cuando tenía 8 años: “Quería a Miriam, su profesora, para ella sola. Estaba celosa de Holbrecht, que a veces iba a recoger a su mujer. Era una fantasía infantil. Convenció a su amiga de que confirmara la historia. Eso fue todo”.
El recurso de revisión del proceso fue admitido. En el nuevo juicio oral, su amiga confesó lo que hizo la niña. Holbrecht fue absuelto. A las jóvenes no les resultó fácil declarar. Al final, le indemnizaron con 30 mil euros por cumplimiento indebido de prisión. Compró una pequeña cafetería. Vivía con su nueva pareja. A veces, Von Schirach lo visita para tomar café.
Por esto existe la presunción de inocencia. No prejuzguemos.