No hace mucho el sociólogo norteamericano Daniel Bell formulaba una nueva división de los poderes del Estado. Los actuales son, definía, los poderes económico, político y de opinión pública. Estos son los poderes reales de un Estado, asimilando a éste con un país organizado y su gente. La tradicional división formal de la República, con los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, ha pasado a depender de los poderes reales, o fácticos.<br> El debate de los politólogos cobra centralidad hoy acerca de la primacía de ambos poderes, formales y fácticos, o sobre su interacción. Y no deja de ser importante en Latinoamérica, ya que parecía que la nueva fórmula de Bell se limitaba a los países capitalistas. En particular, a los que seguían con el predominio de la ideología liberal, pues la idolatría del mercado llevaba a estos países al debilitamiento de la noción del ciudadano y al potenciamiento de su calificación como consumidor. De hecho, el porcentaje de participación electoral venía bajando considerablemente en estos países. Pero otro fenómeno señalado en el debate actual involucra a los Estados de la región a considerar seriamente la influencia de los poderes fácticos.<br> <br> Ya el pensador holandés Norbert Elías había observado que los dueños de la producción, los capitalistas o empresarios y comerciantes, habían considerado insuficiente el sometimiento del Estado como “aparato de poder” al servicio de la clase dominante. En realidad, el “Estado promotor” y el “Estado regulador” exigían a los dueños de la economía integrarse a la política activa. Y, por consiguiente, militar en los partidos, crearlos si hace falta, para entrar a disputar el control de los poderes formales de una República democrática: los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Pues, tanto el “Estado promotor” como el “Estado regulador” -siempre menos temibles que el “Estado de bienestar"- podrían, no obstante, afectar sus intereses. Por ejemplo, cuando urgidos por los sindicatos se ven obligados a establecer el “salario mínimo” o ante la demanda de viviendas de los estratos más pobres de la sociedad, a disponer políticas públicas para cubrir el déficit habitacional.<br> A medida que se consolida la “democracia representativa” se abría la puerta para que los dueños de la economía, en adelante denominados como “actores económicos”, compitiesen directamente por los cargos de los poderes políticos del Estado. Y dispongan de un reaseguro para que lo fáctico pase también a adueñarse del poder formal, pero ahora con la ventaja de la legitimidad que la “voluntad popular” otorga. Si quieren un ejemplo, ahí lo tienen a Berlusconi. También en el continente hay muchos. Y con fortunas de oscura procedencia.<br> Las corporaciones multinacionales intervienen para este desplazamiento del poder económico hacia el blindaje que le posibilita la democracia formal.<br> <br> En este sistema, lo “político” se renueva y aumenta su simulación divisoria del poder. No renuncia a sus eslóganes tradicionales, como la “reivindicación de los intereses populares”, el “pueblo”, el “partido popular”, la “reducción de la pobreza”, etcétera, sino los convierten en ejes de sus programas de gobierno para contaminar y distraer el discurso progresista. Pero, a diferencia de las izquierdas, que todavía apelan, relativamente, a la alianza con los intelectuales, la unificación del poder fáctico con el poder formal -realizada por las derechas- se vale de los modernos publicistas y de los medios de comunicación. De esta manera la mediatización de la política, que en la práctica instrumentaliza la farandulización mediática, la opinología inmediatista y superficial, cuando no la morbosidad delictiva, deviene en la alienación de los votantes, en la desubjetivación ciudadana y en el vaciamiento de la conciencia crítica. <br> Empero, el debilitamiento de lo político de la esfera del poder solo desplaza a “los actores políticos” que libidinalmente juegan con la política con otros fines: “cambiar las opresivas estructuras de la sociedad”, “crear un mundo nuevo” o “construir un desarrollo con equidad social”. La política se capitaliza. La economía la invade. La absorbe y no solo la somete. Los “actores económicos” pasan a ser al mismo tiempo “actores políticos”. Se confunden con ellos y ocupan los espacios públicos para privatizar la política.<br> Tras esta invasión, no se invierte el papel. Se fortalece la tutoría del Estado a favor de la clase dominante. A la vez, se utilizan las fuerzas de seguridad -militar y policial- para perseguir y reducir a los “actores sociales”, invalidar sus organizaciones, incluso cooptarlos modificando su prioridad por el empleo antes que el salario digno. Rancière señala la policialización de la política, pues su preocupación por la seguridad castiga más salvajemente aún a los excluidos sociales, criminalizándolos. La fuerza militar, por su parte, seguirá con el monopolio “institucional” de las armas, no solo para garantizar la inalterabilidad del orden establecido, sino, sobre todo, para convertirse en una fuerza productiva. La producción armamentista y su comercio contribuirán a potenciar la economía capitalista, no solamente su seguridad y expansión.<br> <br> La modernidad, bajo los ideales de la Ilustración, había popularizado el criterio de que la “opinión pública”, principalmente a través de los enciclopedistas D?Alembert y Diderot, socializaría la civilización, escolarizaría la formación de los ciudadanos y ayudaría a realizar la pretensión de Rousseau de la democracia directa. La opinión pública haría posible la co-legislación del pueblo, permitiendo que su participación garantizase la sujeción de la ley al primado del interés general.<br> Esta amenaza de la “rebelión de las masas”, que tanto preocupaba a Ortega, pronto se transformó en la “alienación de las masas” con el masaje cerebral (McLuhan) de los medios masivos de comunicación. Y el poder de la opinión pública no sería otra cosa que un instrumento más de dominación del “poder económico”, que aldeanizaría al pueblo bajo el techo del “pensamiento único”, del individualismo consumista y de la primacía de lo “pragmático”.<br> <br> ¿Cómo volver a la República o resistir a que el gobierno de la ley de Montesquieu no sucumbiera ante la astucia del realismo político de Maquiavelo? En plena crispación, algunos filósofos responden que hay que re-pensar lo político, o reinventarlo.<br> Desenmascarar, en primer lugar, la desintelectualización de la política, que ha derivado en el divorcio de los intelectuales con los oprimidos y en el vaciamiento ideológico de los partidos. Y en reescribir, en segundo lugar, la fundamentación y la metodología de lucha por la liberación.<br> Conocer el qué y el para qué de la política liberaría a la seudociudadanía de su enajenación de la conciencia de autodeterminación y dignidad, así como de su cosificación en el trabajo y ante la avasalladora fuerza del mercado. Pero, además, hay que reinventar el Estado, no solo reformarlo. Y ya no como “aparato” de la clase dominante o de los “obreros” en el poder para construir la “sociedad sin clases”. Su reinvención es para la equidad, incluyente y ética, pues el complejo orden social hace borrosa la antinomia entre “explotadores/oprimidos”. Ha fragmentado y compartimentado ese orden. Los campesinos y los obreros son cada vez menos, mientras crecen los empleados de los “servicios” y de la burocracia. Los técnicos y profesionales se proletarizan. Los empresarios sufren la volatilidad de los mercados o la desleal competitividad sin fronteras. Ya casi no hay intelectuales, sino académicos enclaustrados o escribas contratados. Y si gozan de fama, “relatan” al servicio del “pensamiento débil” y de sus organizaciones internacionales.<br> La equidad supone la justicia. También la igualdad, la solidaridad y la libertad. El reconocimiento de que la condición humana requiere el disfrute existencial de la dignidad de vida. Su ética no se limita a garantizar la vida. Pide su desarrollo en situaciones de poder realizar sus virtudes, sus potencialidades biológicas e ilimitadas. Y también el goce efectivo del placer, la realización del deseo. Una vida en la pobreza es indigna, como sufrida e inútil es la vida con una prolongación artificial si no se la puede disfrutar.<br> Las asimetrías sociales, entre individuos, clases o naciones, son la inequidad en actos. Yo individuo debo tener y usufructuar la igualdad de condiciones, realizar mis deseos, ser feliz y siempre poder crecer. El grupo social privilegiado, mediante la acumulación y la apropiación de los ingresos socialmente generados, es una afrenta a la justicia. El Estado no lo puede tolerar. Y una nación no debe explotar a otras haciéndose rica con la extracción de su materia prima y hambreando a su mano de obra. Es la inequidad internacional.<br> El Estado con democracia formal no es suficiente. Sin cambios, aumenta la injusticia social en América Latina. En el proceso social hay que realizar la equidad, redistribuyendo las riquezas y los bienes, universalizando la cultura y el conocimiento. Materializando en la cotidianidad de la conducta la solidaridad, la cooperación autogestionaria. Importan las normas, la erradicación de la anomia; pero la solución de las diferencias no puede depender de la voluntad de los representantes y de los tribunales. Debe ser obra dinámica y sistemática de los “actores progresistas”, del proceso dialéctico y liberador de la acción social.<br>A diferencia de las izquierdas, la unificación del poder fáctico con el poder formal -realizada por las derechas- se vale de los modernos publicistas y de los medios de comunicación.<br>Filosofía<br>Juan AndrésCardozo<br>Filósofo<br>galecar2003@yahoo.es<br>