Inclusive, influyen en la vida aquellos que nada quieren hacer y se refugian de forma egoísta en sí mismos. Dejan un sitio libre del que otros se aprovecharán para bien o para mal.
En este sentido, hay que decir que todos “hacemos política”. Interviniendo o dejando de intervenir en los asuntos públicos.
Repito todo esto ya archisabido, pero, paradójicamente, también bastante olvidado. Pocos se arrepienten de los pecados de omisión.
Vayamos ahora a tres modos concretos de intervenir en la vida a un nivel público.
Uno y muy interesante en una democracia es el de influir desde el poder. Es la persona, sola o unida a un grupo (partido), la que desde un cargo público se propone influir en la nación, departamento o municipalidad.
Si en ellos es honesta y no se corrompe, los llamamos como “un político”. Si su visión y modo de proceder son amplios en el espacio que abarca y en el tiempo que incluye el futuro, lo llamamos como “un estadista”. Estos son los que verdaderamente marcan la historia.
Pero si es un corrupto que miente, roba, se aprovecha del cargo para su ambición y se olvida que lo elegimos para que sirviera a la Patria, se convierte en un delincuente al que colgamos el sambenito de “politiquero”.
Desgraciadamente nos faltan estadistas, son pocos los políticos que tenemos en toda la acepción de la palabra y nos sobra la abundancia de politiqueros.
Quedan otros dos modos de influir en la sociedad.
Uno es esencial: El del pueblo organizado que como soberano marca líneas a los políticos sabiéndolos elegir y siguiéndolos de cerca.
Otro es excepcional: El de los líderes, profetas, intelectuales orgánicos, o como quieran llamarlos, que por su compromiso con la verdad son testigos vivos de ella y arrastran a los que les rodean.