En pleno estudio y tratamiento de la Ley del Presupuesto para el año entrante, vemos con mucha preocupación el desfile de instituciones que se presentan ante la Comisión Bicameral del Congreso con pedidos de aumentos significativos en sus asignaciones, particularmente en salarios. En realidad, la situación no es para nada nueva y los temores no pueden ser considerados infundados, pues existen antecedentes negativos que nos han traído enormes problemas como sociedad.
Hay que recordar en ese sentido lo que sucedió en el año 2011, cuando el Congreso de ese entonces aprobó un presupuesto para el año siguiente con un incremento salarial generalizado en el orden del 34% para el sector público.
Dicha decisión irracional desde el punto de vista del ordenamiento y equilibrio presupuestario del país significó un aumento automático de unos 800 millones de dólares en salarios. Y no olvidemos que esa erogación extra ya se mantiene a lo largo de los años, puesto que no se puede volver atrás cuando se trata de este tipo de gastos rígidos.
De hecho, ese momento crítico marcó la etapa desde la cual nuestro presupuesto anual entró en déficit y debimos consumir de manera acelerada todos los ahorros o excedentes superavitarios que se habían logrado en años anteriores.
Hoy tenemos de vuelta una fuerte presión para aumentos de todo tipo, pero fundamentalmente de salarios.
Si contabilizamos los pedidos extras que hasta ahora se han generado, ya estamos hablando de unos 200 millones de dólares que sencillamente no tienen una contrapartida de ingresos posibles de acuerdo con las proyecciones hechas por el Ministerio de Hacienda.
Desde el Poder Judicial, pasando por el Ministerio Público, las Universidades Nacionales, las Gobernaciones e incluso secretarías de Estado dependientes del Poder Ejecutivo, todas mencionan que el Presupuesto elaborado por Hacienda les resulta totalmente insuficiente y apelan al Congreso para modificarlo.
Según la Constitución, el Poder Ejecutivo es el encargado de presentar un proyecto de Presupuesto anual. Lo hace a través del Ministerio de Hacienda, cuya capacidad técnica para el efecto es indiscutible desde hace varios años.
Es decir, podemos confiar en las proyecciones que se generan en dicha cartera, en coyunturas que se han vuelto muy volátiles especialmente en el contexto regional.
Tampoco se desconoce la atribución constitucional del Congreso de estudiar y modificar todas y cada una de las partidas del Presupuesto si así lo considera pertinente. Pero sería irresponsable asumir ingresos futuros inexistentes para calzar nuevos gastos o dejarle el problema de administrar un presupuesto rígido y deficitario al Poder Ejecutivo.
En el fondo, la ecuación es sencilla, si se aumentan los gastos rígidos, los mismos tienen prioridad cuando se trata de las erogaciones del presupuesto y para equilibrarlo en números manejables solo quedará cortar otros egresos como inversiones o ciertos gastos sociales.
Todo esto si queremos seguir manteniendo la disciplina fiscal y respetando los límites establecidos en la Ley de Responsabilidad Fiscal.
Salir de dicho marco nos llevaría a una situación extremadamente peligrosa y basta ver lo que ocurre con nuestros principales vecinos para entender lo que implica socialmente los comportamientos irresponsables de los decisores políticos.
Es sano en una democracia que podamos discutir profundamente las prioridades que tenemos como sociedad y que se manifiestan precisamente en el Presupuesto. Y creo que ese es el sentido de la atribución del Congreso de modificarlo en la lógica de la representación ciudadana.
Pero deben entender que nuestro histórico buen manejo macroeconómico es un bien público que debemos defender, pues es una condición necesaria, aunque no suficiente, para el desarrollo.
Esta lógica es la que debemos proteger como sea ante estas amenazas de tormentas que se avecinan.