21 may. 2024

Pasión lírica

Artista y maestra, la soprano Svetlana Evreinoff sigue formando cantantes líricos en su residencia de Mariano Roque Alonso. Retirada de los escenarios y de la enseñanza formal, Lala desgrana para Vida los recuerdos de una existencia emocionante, en la que el drama y las alegrías la acompañaron tanto en la realidad como en el arte.

Svetlana Evreinoff

Revista Vida

Las fotos con dedicatorias adornan las paredes de la casa de Svetlana Evreinoff, y las imágenes de sus padres y las propias se mezclan con otras en las que aparecen rostros conocidos. Mamá Ludmila y papá Nikolai tienen un lugar preferencial en la sala, pero en otro recinto están Julie Andrews, Lucille Ball, Ben Gazzara, Marcel Marceau y otras estrellas de una galaxia muy lejana al rincón de Roque Alonso, donde vive la cantante.

“Están dedicadas a mí por esos artistas”, cuenta Lala, y en su voz no hay jactancia. Pero si la hubiera, sería justificada, porque la magnitud de los personajes que le brindaron su reconocimiento no es algo que se deba esconder. Y ahí están las firmas y los membretes para certificar que nuestra entrevistada es tan grande como para haberse codeado con gigantes del arte.
Su cercanía con luminarias de Hollywood fue algo que experimentó desde muy pequeña. A su padre, Nikolai, la revolución bolchevique lo había desplazado a Kharbin, una localidad china habitada por rusos. Unos meses después del nacimiento de Svetlana (el 12 de julio de 1938), la familia se trasladó a otra ciudad china: Tientsin.
El jefe de familia era empleado de Brynner and Company, firma dedicada a la importación y exportación, y sus propietarios eran el padre y el tío de quien más tarde sería una luminaria de Hollywood, el actor Yul Bryner. Precisamente, Bryner fue el protagonista de la primera historia que tuvo a Svetlana como estrella invitada.
“Yul quiso seducir a mi mamá para llevarnos –a ella y a mí– a París. Tengo fotos de bebé con él. Bryner en ese momento estaba haciendo vida en circos”, relata. Pero Ludmila no se dejó seducir por aquel aspirante a actor y permaneció al lado de su esposo en China hasta 1949, cuando la victoriosa Revolución encabezada por Mao Tse-tung obligó a los Evreinoff a otro exilio.
“China solo para los chinos”, dijeron las nuevas autoridades, y Lala y familia viajaron a Shanghái primero y luego fueron a parar a un campo de refugiados en Filipinas, una base militar estadounidense abandonada. En ese país escucharon por primera vez “Paraguay”, el nombre de una tierra lejana que marcaría la vida de los Evreinoff.
Hacia el corazón de América
“Vinieron varias misiones buscando ‘sangre nueva’, entre ellas de Australia, República Dominicana, Paraguay y otros que no recuerdo, porque era chiquita. Eso fue a comienzos del 49. Tuvimos una visa para Australia y otra para Paraguay. Llegó un barco norteamericano a buscarnos”, recuerda.
En Italia, vivieron en otro campo de refugiados, en Nápoles, y de ahí un buque francés los llevó a otro sitio para refugiados llamado Campo Limpo, en Brasil. En diciembre de 1949 llegaron a Paraguay, a un lugar denominado Apere’a, cerca de Carmen del Paraná, en Itapúa.
“Era un lugar olvidado por Dios”, cuenta Lala. Las condiciones de vida en Paraguay le estaban dando la razón a su madre, quien siempre tuvo sus reservas acerca de aventurarse a un país tan lejano: no había electricidad ni comodidades y otra vez debían vivir en barracas.
Algunos meses después, su padre decidió llevar a la familia a Encarnación, y más tarde a Asunción. Pero, hombre de palabra, Nikolai debía cumplir su promesa de dedicarse a la agricultura por dos años. Enrique Plate le cedió unas hectáreas en San José de los Arroyos y allá fue el ruso a plantar maíz. “Ocurrió un milagro y papá obtuvo una cosecha que ganó un premio en Uruguay. Por primera vez teníamos plata”, recuerda Svetlana. Hasta entonces, los tres dólares mensuales que el fondo para refugiados de las Naciones Unidas le daba a la familia habían servido para sobrevivir en la casita de Quinta e Independencia Nacional y para pagar los estudios de la niña en Las Teresas.
El campo queda atrás
Al cabo de dos años como agricultor, el ingeniero Evreinoff volvió a dedicarse al comercio, lo que más le gustaba. Su conocimiento del idioma japonés le dio un puesto en la empresa nipona Toyomenka, de la que más tarde fue presidente para Sudamérica.
La muerte de Nikolai en 1961, a los 49 años, volvió a dar un giro a la vida de Svetlana. Como su madre era hija de una ciudadana de Estados Unidos, tenía la posibilidad de radicarse con ella en ese país. Apenas graduada en Derecho, la joven obtuvo una beca para formarse como intérprete. Nueva York fue su nuevo destino y lugar de trabajo.
En la Gran Manzana, a la par de sus tareas como traductora, tuvo la oportunidad de formarse en lo que la apasionaba: el canto, una vocación que su madre no conocía, porque Lala cantaba en su casa de Asunción a escondidas de ella, pero no de una vecina, quien escuchaba con deleite a la niña y que un día se lo comentó a Ludmila.
Así se enteró aquella mamá que su hija no solo tocaba el piano (desde los tres años), sino que también tenía un talento aún mayor para la lírica. En Estados Unidos, estudió en el Mannes College of Music y aprendió canto con su mentora, Zina Alvers, una rusa judía que vivió muchos años en ese país.
La vergüenza que sentía al cantar se convirtió en placer. “Cuando tuve mi primer concierto, en el Carnegie Hall, descubrí la magia de las luces, los aplausos, y ahí canté con mi corazón”. La emoción fue mayor cuando cantó un aria de la ópera Una vida por el Zar.
En ella, Antonida, la hija del protagonista, Iván Susanin, llora por su padre, llevado por los polacos. “Yo cantaba eso y sentía que mi papá estaba presente; fue muy emocionante”, afirma Svetlana y los ojos se le llenan de lágrimas.
El canto le permitió recorrer Estados Unidos, con presentaciones en los escenarios más prestigiosos del país, y conocer a los artistas y políticos más famosos. “Yo siempre dividía mi programa; primero, cuatro canciones de arias antiguas; después, romanzas alemanas y francesas; a continuación, obras de compositores rusos, y finalmente música paraguaya”, afirma.
Un viejo amor
La artista sostiene que tiene un love affair con Paraguay, el mismo que la impulsaba a incluir temas paraguayos en su repertorio y que la movió a retornar al país en 1987. “Volví a Paraguay porque murió mi mamá y me quedé de repente pensando qué hacer con mi vida. Añoraba el país donde crecí. Yo nací en China, pasé mi juventud aquí, maduré en Estados Unidos y vine para envejecer en Paraguay”, asegura.
Svetlana abrió un conservatorio por el que ya pasaron 500 alumnos, algunos de ellos hoy con carreras desarrolladas en Europa y Estados Unidos. “Mi vocación es tanto cantar como enseñar. Pero hay que reconocer cuando es tiempo de dejar el escenario. Ya no puedo hacer de Julieta, de una niña de 16, pero sí canté hasta los 70", revela.
Aún se dedica a enseñar, aunque cerró el conservatorio, porque ya está cansada y quería jubilarse. “Ahora enseño particular, en forma individual y personalizada a unos cuantos, porque de verdad creo que en Paraguay hay material para trabajar y estoy concentrada en esto”.
Lala considera que ha tenido una vida satisfactoria y confiesa que se siente realizada, aunque no haya tenido hijos biológicos. “Por ciertas cosas de la vida no me pude dedicar 100% a la música, ya que tenía que trabajar y cuidar a mi madre. Aun así, grabé nueve discos y llegué adonde llegué. Cerca de cumplir 77 años de edad estoy en Paraguay, parada enseñando o sentada tocando el piano. Y así es como voy a morir, con el sonido”. Una pasión de toda una vida.

Fotos: Fernando Franceschelli.

Hijos pródigos

Alrededor de medio millar de alumnos ya pasaron por las aulas de Svetlana Evreinoff, pero entre los más destacados están: “Juan José Medina, un chico de Roque Alonso que está progresando en Francia; Óscar Velázquez, en Alemania; un montón de gente en Estados Unidos; estadounidenses que vivieron aquí, como Kimberley McNeil; una diplomática alemana llamada Sigrid Mundecker, que era mezzosoprano; Marianne Thielmann, menonita, la primera graduada. Y muchos más de los que ya ni me acuerdo. A veces me saludan, contesto y después me quedo pensando quién era”. Novia fugitiva Lala no tuvo hijos biológicos y tampoco se casó. ¿Por qué? “Por cobarde. Cada vez que venían con el anillo, decía: '¡Qué lindo!’, pero lo devolvía. Ahora que soy vieja digo: “Qué estúpida fui, dejé pasar a fulano, mengano; siete veces comprometida y siete veces huída, como la novia fugitiva”.