02 nov. 2025

Pan de vida eterna

P. Víctor Urrestarazu
“… empezaba a declinar el día, y acercándose los doce le dijeron: Despide a la muchedumbre, para que se vayan a los pueblos y aldeas de alrededor, a buscar albergue y a proveerse de alimentos; porque aquí estamos en un lugar desierto. Él les dijo: Dadles vosotros de comer. Pero ellos dijeron: No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros y compremos comida para toda esta muchedumbre. Había unos cinco mil hombres. Entonces dijo a sus discípulos: Hacedlos sentar en grupos de cincuenta. Así lo hicieron, y acomodaron a todos. Tomando los cinco panes y los dos peces, miró al cielo y los bendijo, los partió y los dio a sus discípulos, para que los distribuyeran entre la muchedumbre. Comieron y se saciaron todos. Y de lo que sobró recogieron doce cestos de trozos.”
Lc 9, 11b-17

Una vez más recordamos este milagro clamoroso, espectacular, que todo el mundo reconoció con asombro, y a partir del cual bastantes quisieron proclamar rey a Jesucristo.
Los hombres reconocen en Jesús a alguien excepcional. De hecho, el Señor no oculta su poder. No sólo en una ocasión, muchas veces realizó prodigios ante la gente. Eran uno de los medios que utilizó para probar su condición de Mesías. Llevar a cabo lo que ningún hombre sería capaz de hacer, probaba al menos su gran unión con Dios. Así lo entendieron las gentes sencillas que contemplaron pasmadas multiplicarse el pescado y el pan ante sus ojos. Reconocerle como autor de hechos milagrosos, equivalía a aceptar su condición mesiánica de Redentor. Los milagros eran una prueba más de que se cumplían en Él las Escrituras acerca del Mesías. De ahí la resistencia, por ejemplo, de los fariseos a reconocer los prodigios de Jesús.
No buscaba, en todo caso, Jesucristo en primer lugar solucionar las situaciones humanamente lamentables –como las muchas enfermedades– de la gente de su tiempo. Más bien quería que lo aceptaran como Salvador que venía con el Evangelio, la gran noticia para toda la humanidad, de que por Él y en Él estábamos destinados a vivir la Vida de Dios. Concretamente, ese alimento que sació el hambre de la multitud, que milagrosamente les había concedido, era, ante todo, un preludio del Pan de Vida eterna –su propio cuerpo y su sangre– que dentro de poco les iba a ofrecer como alimento. Un alimento en verdad para la Vida eterna, que es la única vida propia de los hijos de Dios. Un alimento, según las palabras del mismo Cristo, imprescindible para esa Vida: si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes.
Jesús se expresaba con gran claridad, aún sabiendo que bastantes no querrían aceptar sus palabras. Los suyos, sin embargo, con Pedro a la cabeza, creen en Él. Tú tienes palabras de vida eterna, confiesa el Príncipe de los Apóstoles. Pero muchos, a partir de entonces, se apartaron de su compañía. Como sucede en nuestro tiempo, la bondad intachable del Maestro, su autoridad indiscutible y la infinidad de prodigios sobrehumanos y evidentes, resultan irrelevantes –no significan nada– cuando no se quiere creer. Cuando lo único que interesa es el propio criterio inamovible, las verdades más notorias se puedan recibir como un insulto que no vale la pena escuchar.
Nuestra Madre del Cielo es Maestra segura para sus hijos, que quieren admirar más y más el Misterio de Amor encerrado en la Eucaristía. El trato asiduo con Santa María nos conduce del mejor modo a Jesús Sacramentado.