De tanto escuchar que “estamos manejados por la mafia” y que “casi todos nuestros políticos son mafiosos” llegué a creer que por lo menos en eso éramos buenos.
Qué se yo, era como ese orgullo íntimo -aunque inconfesable- que sentimos los que provenimos de la región del Amambay cuando en el extranjero comentan que allí se produce la mejor marihuana del mundo.
Por eso, leí con interés la información del apresamiento de Salvatore Lo Piccolo, jefe de jefes de la mafia siciliana. Sobre todo, porque con él cayó el mítico decálogo de la Cosa Nostra.
Se sabía de su existencia a través de toda la literatura inspirada en los códigos de conducta de la mafia y en las declaraciones de algunos pocos “arrepentidos”. Pero, por primera vez, aparecieron por escrito los deberes y derechos del perfecto mafioso; las reglas que jamás se deben transgredir para formar parte de la sociedad; los diez mandamientos que garantizan la obediencia, fidelidad y sobriedad que deben caracterizar al “hombre de honor”.
Aquello era una suerte de ISO 9000 de una buena organización mafiosa. Cuando leí algunos de los requisitos, se me cayó el alma al suelo. Nuestra mafia no es lo que yo creía.
Ya en el segundo mandamiento, empezaron las dificultades: “No se miran las mujeres de los amigos”. Este precepto nunca gozó de mucho predicamento entre nuestros políticos. Incluso, su falta de cumplimiento fue la causante de rupturas internas memorables -aunque no publicables- ocurridas en varios partidos. Hay una norma que prohíbe a los miembros de la “honorable sociedad” hacerse ver en tabernas o locales públicos. Esta recomendación les resbala a algunos de nuestros legisladores, a quienes es más frecuente encontrar en esos lugares que en reuniones de una comisión parlamentaria.
Otra regla establece que el buen mafioso “no debe tener ninguna relación personal con la Policía”. Un buen político paraguayo, apenas asumido el cargo, considera una prioridad establecer un vínculo cordial -fraterno hasta la complicidad- con la autoridad policial más influyente de su zona. Se trata de una relación tan natural, de mutuo auxilio y dependencia, que resulta incomprensible que haya gente que la vea con malos ojos.
Ahora descubrimos que hay aspectos del comportamiento mafioso que no condicen con nuestro modo de ser.
El sexto mandamiento ordena que el mafioso políticamente correcto “debe ser categóricamente puntilloso con la puntualidad”. Esto excluiría, por ejemplo, a Carlos Filizzola y a Luis Castiglioni, en el supuesto de que fueran mafiosos. Que no lo son, aclaro. Pero que, de todos modos, no serían admitidos en ninguna entidad mafiosa que se precie de seria.
El octavo obliga a todos los miembros a “decir la verdad a cualquier pregunta y en todas las circunstancias”. He aquí una regla de cumplimiento imposible. ¿Hacer política sin mentir? Eso es más difícil que retroceder con chancletas.
La norma siguiente es francamente risible: se puede matar, extorsionar, traficar, pero nunca “robar el dinero de otras personas o de otros clanes mafiosos”. Me pregunto en qué pensaban los sicilianos cuando escribieron este disparate. Al menos, con seguridad, no en los políticos paraguayos. Si estos se vieran obligados a cumplir este mandamiento, la profesión no tendría gracia.
Así las cosas, aquí me tiene, sumido en una profunda decepción. Se me ha caído un mito. Hasta nuestra mafia es de mala calidad.