18 abr. 2024

Notas sobre el Diez: Gambeta quijotesca y morbo

Blas Brítez – bbritez@uhora.com.py

El  adiós. Una bandera   dedicada a Diego ondea  con el ingrediente de la “mano de Dios”.

El adiós. Una bandera dedicada a Diego ondea con el ingrediente de la “mano de Dios”.

GAMBETA

El arte más acabado de Diego Armando Maradona fue siempre el de la gambeta. El arte frente a los ingleses, en Ciudad de México; frente a los brasileños, en Turín. Arte transmitido vía satélite a millones de personas que no fueron nunca al teatro o al cine, pero que saben distinguir la belleza del juego que los emociona.

Su imaginación para enfrentar los escollos, las marcaciones, para “ponerse a la cara” de alguien –en un sentido agudamente etimológico–, de enfrentarlo y superarlo con elegancia y pundonor, esa fue la especial habilidad de Maradona, su manera de prodigarse a millones en la alegría.

El fútbol fue en él una expresión performativa, como en la danza: Simplemente sucedía y él hacía surgir la chispa, la intuición de lo impensado que, visto en los tiempos de la televisión, adquiría una estética sin igual, única, como si detrás del juego hubiera un artista moviendo los hilos en un simulacro que no es solo fútbol, no, sino siempre algo más. Nunca antes a escala planetaria el mundo había sido testigo de un futbolista como Maradona y, en este aspecto, es un hijo temprano de las comunicaciones y de la tecnología. Pero solo en ese sentido lo es. En lo demás, Diego fue simplemente el fútbol sucediendo a través de él. Como en los happenings, en un eterno presente: El de la magia y el gol.

QUIJOTE

El caso de Maradona es, además, el del arte del Quijote, el personaje de Cervantes que luchaba contra molinos de viento. En su particular capacidad de enfrentarse a gigantes es en donde Maradona sobresalía como pocos, tanto en la cancha, como fuera de ella. La gambeta no era en él el arte de eludir, sino de enfrentar. Encarando de frente, persiguiendo quimeras como el mismísimo Alonso Quijano, es como Maradona entendía el fútbol, la vida. Diego –ese de quien el malogrado poeta Alorsa cantó que llevaba “treinta millones de negros transpirando” en su remera, “para jugar un mundial”– hizo del enfrentamiento al adversario, mirándolo a la cara, una cuestión central. Contra Gentile, contra Goicochea, contra Reyna o contra Dunga, pero también fuera de la cancha contra Joao Havelange, quien meses antes del mundial de Italia 1990 le dijo a Maradona que, si no le gustaba el fútbol que imaginaban los dirigentes de la FIFA para el futuro –con la televisión y las marcas, porque ellos, los dirigentes y las empresas, son el fútbol para la FIFA– que se podía quedar en su casa a ver el mundial por la televisión que lo eternizó. A ese Havelange, sin embargo, angustió Diego hasta el postrer minuto del último partido de aquella Copa del Mundo, en el Olímpico de Roma.

ESPECTÁCULO Y MORBO

Hasta el siglo XIX, los espectáculos públicos excluían la necesidad de conocer y enjuiciar la vida privada de los ídolos del teatro, de la ópera, del cine, de la música, de los deportes. Desde hace unos cuarenta años, estos son pasibles de ver sus caídas privadas auscultadas hasta el hartazgo por la prensa y por el morbo contemporáneo, en un espectáculo aparte del prejuicio y la opinión.

Maradona también fue uno de los primeros futbolistas globales cuya vida excedió el ámbito deportivo, el rectángulo del campo de juego, para recalar en otros menos halagüeños en un país, Argentina, donde cada movimiento suyo era noticia: En la crónica de sucesos, de política o del corazón.

En efecto, su muerte ahora también está entregada al morbo y, como era de esperarse, a la intolerancia visceral. No le perdonan a Maradona, como no le perdonan a nadie, el que se haya equivocado y que, a diferencia de muchos otros, haya reconocido sus errores. No le perdonan que hablara más de lo que bancan la amargura y el conservadurismo ruines. No le perdonan que haya vivido como vivió, como un ser humano falible y genial al mismo tiempo. No le perdonan, finalmente, que haya muerto, porque a quienes viven de la maledicencia también Diego dejó un poco huérfanos en sus odios.

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