La semana pasada tuvimos la oportunidad de analizar desde diferentes perspectivas estos 30 años que se cumplieron desde la vuelta de la democracia a nuestro país. Y, por supuesto, de conmemorar tan relevante hecho histórico.
El legado de la dictadura fue terrorífico en términos del respeto a los derechos humanos, pero además generó con suficiencia las condiciones más disfuncionales para un verdadero desarrollo.
Cuestiones centrales, como el deterioro profundo y el copamiento de las instituciones y de la política; la ausencia de una lógica de la meritocracia; el vaciamiento de la educación y de la formación de liderazgos; el abandono total del estado de derecho; la pérdida de libertades básicas, como la de prensa y de expresión, son solo algunos de los aspectos claves que marcaron esa época y en realidad nos siguen marcando en tantas cuestiones hoy en día.
Sin duda alguna, muchas cosas han cambiado sustancialmente y para mejor en nuestro país en estos últimos 30 años, no solo en términos de libertades, sino también en lo socioeconómico e incluso en lo político, aunque muchos actores se esfuercen cotidianamente para que esto no lo parezca.
Pero una de las cuestiones que también han cambiado en gran medida es la paciencia de la ciudadanía, que se va traduciendo en una suerte de sensación de hartazgo y decepción con la propia democracia.
En palabras de los editores de la encuesta de opinión ciudadana más importante de América Latina (Latinobarómetro), estamos viviendo una suerte de democracia con diabetes, una enfermedad que puede ser silenciosa en cuanto a los síntomas inicialmente, pero que luego se convierte en un problema mayor casi sin darnos cuenta.
La sensación de descontento creciente no es una cuestión privativa de nuestro país o del continente; es también algo que se viene propagando con fuerza en muchos otros lugares, como Europa o Estados Unidos, que han logrado importantes avances en términos de desarrollo.
Pareciera que las instituciones que fuimos creando con mucho esfuerzo desde hace décadas, ya no pueden satisfacer con eficiencia, eficacia y equidad las demandas de la ciudadanía.
En un informe denominado La fuerza del pasado, se detalla que al menos dos tercios de los europeos declaran en las encuestas de opinión que el mundo era un lugar mejor en el pasado.
En una reciente obra póstuma, el gran filósofo polaco Zygmunt Bauman utilizó la palabra retropía para señalar una situación creciente en la gente que buscaba la utopía o la aspiración humana hacia un mundo mejor en el pasado y ya no en el futuro.
Todo esto crea una suerte de angustia mirando hacia el pasado y mucha ansiedad hacia el futuro, con un presente de gran impaciencia, descontento e incluso rabia e ira.
Por supuesto que las realidades son sumamente diferentes entre Europa, por ejemplo, y lo que nos toca vivir a nosotros que ni lejanamente estuvimos cerca siquiera de ese “estado de bienestar” que ahora los europeos sienten que se les escapa.
Pero sí compartimos la tremenda insatisfacción con la situación actual, que además se contagia muy rápidamente gracias a las redes sociales. Todos nos hemos vuelto mucho más exigentes y el sistema no tiene la capacidad de responder adecuadamente.
El peligro radica en que esta ansiedad y angustia nos lleve a buscar salidas mágicas a través de grandes salvadores, una especie de nueva versión moderna del “único líder” que sabe lo que hay que hacer y lo promete con mucha habilidad.
En los próximos años, debemos hacer un esfuerzo enorme para reformar profundamente nuestras instituciones. En nuestro caso, hay espacios enormes de mejora en este aspecto, pero debemos tener el coraje de encarar estos cambios con sentido de urgencia y visión de futuro.
Y esta es una función esencial de la política.