En el evangelio de Marcos el relato del martirio del Bautista está enmarcado entre el envío de los doce apóstoles y su vuelta, como para señalar que el martirio es una posibilidad en el horizonte de un apóstol de Jesucristo.
Pero los detalles del relato adelantan algo acerca del sacrificio del Señor. Como el Maestro, Juan no tenía miedo en decir la verdad: «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano», y todos, incluido Herodes, pensaban que era un hombre justo y santo, como Jesús de quien la gente decía que “todo lo ha hecho bien” (Mc 7,37).
El destino de Juan, como el de Jesús, cayó en las manos de hombres como Herodes y Pilato, débiles y temerosos, que no querían contrariar a los demás, hasta el punto de sacrificar la verdad para evitar problemas personales. Tanto el profeta como el Mesías mueren de una muerte cruel y en la soledad de la cárcel y de la cruz. Y al final los discípulos de ambos vienen a recoger sus cuerpos y los ponen en un sepulcro.
En aquellos momentos se hablaría tanto del martirio del Bautista que la gente creía que este profeta seguía actuando: “Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos, y por eso actúan en él unos poderes”.
Juan es el primero en imitar al Señor en su “dar la vida por sus amigos”. Por eso es el único santo de quien la Iglesia celebra litúrgicamente el nacimiento y la muerte.
Al volver a leer el martirio de este hombre santo, podemos recordar que todos estamos llamados a ser mártires, testigos de la verdad. Como en el Bautista, todos tienen que ver en nosotros una semejanza a Jesús.
No podemos tener miedo a manifestar en nuestro entorno la presencia de Dios, soportando con alegría los riesgos que supone la coherencia de una fe vivida con generosidad. “Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor”. (San Josemarìa, Via Crucis XIV)
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-es/gospel/2022-02-04/)