Locuaz como Chávez, aunque menos carismático decían de él los medios cuando asumió como presidente de Venezuela, tras la muerte de su mentor. Entre sus legados verborrágicos y delirantes es inolvidable el relato sobre aquel “mítico” encuentro que dijo tener con el ya desaparecido Chávez, quien se le habría aparecido en forma de “pajarito”, le silbó y le bendijo. Visión muy oportuna en aquel abril de 2013, en plena campaña electoral pro continuismo… Hoy aquellas zafadas del “revolucionario” socialista-caviar ya quedan como anécdotas casi irrelevantes, en comparación con su patética y necia actitud de negación total ante la situación desgarradora de su empobrecido país. Detrás de toda esta tragedia se encuentra también una verdadera patología muy de moda: la megalomanía, que es un trastorno de la personalidad narcisista. El megalómano presenta delirios de superioridad, egocentrismo, arrogancia, deseo de poder y falta de empatía. Su comportamiento es combativo e iracundo, sobre todo cuando no recibe el nivel de admiración que desea. Al parecer es desencadenada por una fuerte inseguridad personal de base, de “sentirse poca cosa” y lo que al inicio es un mecanismo de defensa se convierte en una patología de cuidado. Vale la pena considerar también este aspecto de la sangrienta crisis de Venezuela, que se extiende innecesariamente debido a la patología de sus gobernantes. Para los megalómanos como Maduro no existen fronteras entre la realidad y la fantasía, y todo debe hacerse con exaltación, alterada fanfarronería y sentido de superioridad, como cuando creó el viceministerio para la Suprema Felicidad Social. O como aquella vez que, tras la sombra de su predecesor, dejó estupefacto a su auditorio cuando afirmó que “Cristo redentor se hizo carne, se hizo nervio, se hizo verdad en Chávez”. Vale un haihuepéte bien paraguayo. Y no falta en Maduro y sus fans el famoso cliché negacionista al asegurar que su ídolo no murió de una causa por la que mueren los simples mortales; así, Chávez habría sido “inoculado” de cáncer por sectores de la “derecha fascista”. Y, por supuesto, él no se queda atrás: “Llegó un grupo de expertos con un veneno y están preparados para venir a Venezuela a inoculármelo”… El mandatario venezolano se considera un elegido como Chávez y los Castro; recordemos aquel: “En este mundo no le temo a nada porque a Dios no le temo”…
Mientras tanto, e inversamente proporcional a su discurso y actitud grandilocuente e irresponsable, el pobre pueblo venezolano se hunde en la tremenda crisis económica y moral, donde la violencia y el caos se empoderan de todo, hasta robarle la esperanza. 3,4 millones de venezolanos huyeron del país por el hambre y la falta de medicamentos. Unicef advirtió ya en 2018 sobre la grave desnutrición de un alto número de niños venezolanos como consecuencia directa de la prolongada crisis del país petrolero. ¡Qué triste! ¡Qué soberbia! ¡Qué crueldad!
Pero, atención, no es ajeno a nuestra política este estilo irresponsable e irracional de encarar la realidad desde el poder. Es increíble que no falte quien defienda la grosera mentira que envicia la figura del megalómano; es el caso de sus secuaces en Venezuela y aquí Lugo, Filizzola y otros.
Hoy la decadencia cultural, la corrupción descarada, las confusiones del cambio de época que vivimos son caldo de cultivo para estos personajes. Falta retomar el gusto por la política de verdad. Pero para ello es necesaria una educación que apunte a la madurez de hombres con razón y voluntad, con defectos, pero no simples productos del azar guiados por el instinto, sino con un destino noble y libre. Requiere sin duda potenciar a los virtuosos y desestimar a los populistas y megalómanos. Recuperar el gusto por el orden y no el caos; la vida y no la muerte. Porque, si la política sigue perdiendo su norte como espacio privilegiado de gerenciamiento del bien común, el pueblo siempre pagará el pato y los vidrios rotos.