Hace unos meses escribía en este mismo espacio sobre una historia de terror, pero no se trataba de una crónica imaginaria, sino de la narración de una situación real: la destrucción causada por las drogas y el abuso. Entonces los hechos nos mostraban cómo seres humanos pierden toda su humanidad en el llamado barrio zombi de Mariano Roque Alonso, unos abusados, otros abusadores.
Esta vez voy a continuar el relato, ya que parece que nada se aprende, porque hay que insistir. Ahora los sucesos son alrededor de la mismísima Estación de Buses de Asunción (EBAS). Sí, estimado lector, esa estructura que debería dar al menos una buena primera impresión a quienes se atrevan a llegar a esta ciudad, y que hace todo lo contrario, pues ofrece lo peor de nosotros: microtráfico, delincuencia, suciedad, miedo. Los adictos coparon la zona y aterrorizan a los habitantes. Las instituciones que deberían velar por la seguridad y la recuperación de las personas aseguran que están haciendo sus tareas, que no dan abasto o que no tienen suficientes recursos. ¿Cómo es posible todo esto? ¿Qué le ocurre a esta sociedad adormecida para tolerar que seres humanos se estén destruyendo?
La droga está obrando estragos, y no se está haciendo lo necesario para combatir el flagelo. No sé hasta qué punto solamente lo punitivo podrá resolver el daño, no alcanza. Hay que pensar también en otras formas: más recursos para el tratamiento a los adictos, penitenciarías que sean realmente centros de transformación de las personas y no sitios de entrenamiento para la criminalidad.
Los zombis están por toda la ciudad, por todas las ciudades, pero me pregunto cuáles son los muertos vivientes más reales, aquellos que están empantanados por la droga, o aquellos que están sumidos en la abulia y desidia sin hacer nada para cambiar el curso de la realidad.
Leyendo las publicaciones de Última Hora sobre los funestos días que transcurren en los alrededores de la terminal, me encontré además con el comentario de alguien que se preguntaba si acaso ya tenemos un lugar como Cracolandia, el sitio de São Paulo caracterizado por “el consumo, compra y venta de drogas, principalmente de crack”, donde se agrupan igualmente los indigentes. La gigantesca urbe brasileña está tratando de cambiar la historia, desconozco si con resultados o no. Solamente sé que existe un espacio llamado Cracolandia. Eso aterroriza.
Asimismo, en Paraguay horroriza cómo algunos fuman crack en las veredas de la capital, sin que nadie haga algo. Caminan sin destino fijo, pidiendo algunas monedas “para el pasaje”, con la mirada extraviada, con los pasos cansinos y desordenados. Deambulan también los indigentes, o están sentados en algún punto con la mano en un tubo largo de los tres felinos, o los observamos tirados como durmiendo en cualquier lugar, más muertos que vivos. Las escenas ya no despiertan ninguna sensación en nosotros, no producen efecto alguno, nos habituamos a lo que nunca debió ser una costumbre.
Desde hace tiempo, los encontramos a todas horas, no solamente a la noche, como más de uno querría para sentirse un poco más aliviado, para inyectarnos el placebo que nos haría creer que no somos parte de la cruda historia. ¿En qué momento ocurrió todo? Hemos normalizado el microtráfico, la adicción y la indigencia, ¡qué peligroso! ¡Qué triste! Las ciudades del área metropolitana (que son las que más a menudo veo, porque estoy seguro de que no son las únicas) tienen a sus zombis en todas partes, los hay inseguros y más inofensivos, pero los hay. Unos se saben zombis, otros se ignoran, otros no se piensan.
Ojalá que los zombis inocuos empiecen a tomar un rumbo distinto, y no vayan, por ejemplo, simplemente a manchar el dedo y elegir lo mismo cuando tengamos elecciones generales el próximo 30 de abril. Tal vez esos son los zombis más peligros que tenemos, tal vez somos algunos de ellos, así que cuidado, mucho cuidado, por favor.