La noticia es alarmante: el 90 por ciento de los chicos de la calle de entre 12 y 16 años son drogadictos, según el Programa de Atención Integral a los Niños, Niñas y Adolescentes en Calle (Proinac). Esta situación es el resultado de largos años de militancia en la irresponsabilidad por parte de varios sectores del país.
Las respuestas públicas y privadas que se dieron fueron o insuficientes o inadecuadas. Han carecido de atractivos suficientes como para convencerlos a abandonar sus espacios habituales, admitiendo ser albergados en las casas habilitadas para ello y sometiéndose a un régimen de reeducación formal.
Es muy probable que el fracaso parcial -porque hay que admitir que una porción de los que anteriormente formaban parte de los grupos que sobrevivían en las calles y avenidas, hoy están en vías de reinserción en los esquemas de la sociedad- se deba a que la comunicación con los que viven en situación de calle no se dio dentro de los parámetros culturales en los que se mueven los destinatarios del trabajo gubernamental.
Siendo un grupo altamente sensible e inmerso en códigos que están más próximos a lo delictivo antes que a las normas generalmente aceptadas por las comunidades, el tratamiento que requieren los niños de la calle no puede guiarse por patrones tradicionales perimidos. Esa realidad requiere un abordaje multidisciplinario, cuyo componente principal siempre tiene que ser la reinserción social de los niños y los adolescentes.
La irrupción del crac -droga fabricada a partir de residuos de cocaína degradados al máximo en mezcla con químicos de alto poder destructor- en los sectores sociales más desprotegidos supone un deterioro mucho más rápido del espíritu de los que se enredan en su telaraña. Llamado también la “droga de los pobres”, por ser de bajo costo en el mercado, su efecto destructivo en el consumidor no solo es acelerado sino demoledor.
Las favelas de Río de Janeiro -donde del 80 al 90 por ciento de los jóvenes son cracdependientes- han vivido espeluznantes experiencias con los adictos a la sustancia, que proporciona un intenso éxtasis de 15 minutos al drogadicto, que ya solo vive pendiente de su dosis y es capaz de cometer hasta un crimen con tal de satisfacer el reclamo brutal de su cuerpo.
Lo que se conoce de afuera y lo que se experimenta en nuestras calles -Asunción y Ciudad del Este sobre todo- tienen que mover a las autoridades y a las organizaciones no gubernamentales que cooperan en el sector, a buscar soluciones de fondo que no solamente contemplen la atención a los afectados por el drama, sino también la educación, la prevención y la represión.
Un eslabón que debe ser cortado es el que une a los traficantes y distribuidores con policías corruptos. Si las fuerzas del orden no fueran tan venales, no habría tanto crac disponible. A menudo, la Policía revictimiza a los consumidores mientras cobra protección a los narcotraficantes.
El Estado, a través de sus instituciones pertinentes, está en la obligación de estructurar políticas eficaces que involucren a todos los actores sociales. El argumento más sólido para que lo haga es que los drogadictos inciden dramáticamente en el nivel de inseguridad de la población.