Tenemos el amor de Jesús por Judas, al que, incansablemente, quiere mover a conversión. El que traicionará a su Maestro participa de la Última Cena: no es excluido. Es más, Jesús mismo le ofrece un bocado. Todo lo que hace el Señor es llamada a su corazón: invitación a que recuerde lo que ha vivido y lo considere. Y, también, a que no desespere cuando se dé cuenta del alcance de sus obras. Pero Judas está extraviado, algo en su interior se ha endurecido. Algo le ha nublado la mente y no es capaz de comprender bien qué es lo que está haciendo. Esto lo sabremos después, cuando leamos su conversación con aquellos a los que ha entregado a Jesús. Pero desespera. Aunque nadie desespera de la noche a la mañana: se llega a esa situación después de muchas decisiones previas.
Tenemos el amor de Jesús por Pedro, cuya debilidad es de otro tipo. A pesar de todo lo que ha avanzado, sigue sin conocerse. Y Jesús necesita que se afiance su humildad para poder hacer de él un cimiento firme. Que sea consciente de su debilidad y que no se escandalice de ella. Que no desespere. Porque, como en ese momento tan singular, la vida nos traerá continuamente retos en los que podemos venirnos abajo. Es relativamente fácil decir que vamos a dar la vida por aquellos a los que amamos. Pero, ¿qué haremos cuando toque hacerlo? … Solo en la medida en que Cristo reine en nuestros corazones seremos capaces de hacer realidad nuestro amor hasta la entrega de la propia vida por el amado.
(Frases de https://opusdei.org).