Por Alfredo Boccia Paz | <br/><br/>La noticia ponía las cosas en su lugar. El Tribunal de Calificaciones de la Policía Nacional resolvió dar de baja a torturadores de la época stronista. Camilo Almada Morel, Lucilo Benítez y Juan Martínez, tres de los más refinados verdugos de esa dantesca ratonera de presos políticos llamada Departamento de Investigaciones, ya no cobrarían la pensión jubilatoria que percibían desde hace diecisiete años. Pero, ¿por qué tanto tiempo para tomar una decisión tan lógica? <br/><br/>Veamos. Eran policías que torturaron sistemáticamente durante muchos años a presos políticos de la dictadura. A nadie, mínimamente informado, se le ocurriría argumentar que se cometió una injusticia con ellos. Los testimonios de centenares de víctimas, varios fallos del Poder Judicial, los documentos del “archivo del horror” y los informes de la Comisión “Verdad y Justicia” no dejan lugar a dudas. Estos tipos habían cometido delitos de lesa humanidad. Pero, pese a lo dispuesto por la Ley Orgánica Policial, percibían su jubilación como cualquier funcionario policial honorable.<br/><br/>En casi dos décadas, nunca fueron dados de baja, gozaban de condiciones privilegiadas en la Agrupación Especializada y jamás manifestaron el menor arrepentimiento por el daño de proporciones industriales que ocasionaron a tantos compatriotas. Hay más, durante años fueron defendidos por los asesores jurídicos de la institución policial, jamás fueron desafiliados del Partido Colorado y nunca escucharon que un jefe de Policía, un ministro del Interior o un presidente de la República hiciera una declaración de repudio a la labor que había ocupado sus vidas: torturar hasta límites cercanos a la muerte a seres humanos.<br/><br/>Esto no ocurrió por simple desidia del poder. Ellos eran parte de un sistema represivo e ideológico que permitió que el Partido Colorado se mantuviera sesenta años en el gobierno. Por ellos pasaba la parte impresentable del trabajo. Eran sus manos las que apretaban gargantas rebeldes contra el agua inmunda de las piletas, las que ubicaban electrodos en genitales disidentes o apagaban cigarrillos en pezones revolucionarios. Alguien tenía que hacerlo. No eran extraterrestres, eran elementos claves, insustituibles, del engranaje stronista y colorado. <br/><br/>Mal estaría, pues, que los colorados sean ingratos con aquellos a los que destinaron el papel más deleznable. Sobre todo, sabiendo que podrían contar quiénes daban las órdenes, dónde se enterraban los “desaparecidos” y cuáles eran los nombres de sus subordinados que habían participados de los “excesos”. En esa difusa, gris y pegajosa indefinición, algunos verdugos fueron zafando, como los tenebrosos Alberto Cantero y Eusebio Torres. Ambos gozan de una jubilación inmerecida. Ya que estamos, no olvidemos que estos dos eran más feroces que los tres de los cuales hablamos...<br/><br/>No se espante de que haya políticos colorados hablando de una “caza de brujas”, ni de abogados que insistan con que “nada está probado”. Nada más lógico que Goli Stro– essner declarando que se trata de “una de las tantas ingratitudes que existen en la República”. <br/><br/>Pero que tampoco se hagan ilusiones los torturadores. Es todo lo que sus cómplices vergonzantes pueden hacer por ellos. No harán nada más, gracias a que llegó al gobierno gente que no está pegoteada al pasado. Y que se mantuvo fiel su promesa de no ser complaciente con los violadores de los derechos humanos. Durante diecisiete años, sostenidos por el sistemático ñembotavy colorado, le pagamos una jubilación a torturadores. Es hora que nos sequemos las manos de esa sonrientemente pegajosa impunidad colorada. Estas reflexiones se las dedico a aquellos que sostenían que la alternancia política era irrelevante.<br/><br/>