10 jul. 2025

La vida frenética que llevamos no nos permite ni la pausa de una coma

WASHINGTON
Siempre me han gustado las comas, pero parece que soy parte de una minoría cada vez menor. La coma está en retirada, aunque no aun extinta. En los mensajes de texto y en los mensajes electrónicos, las comas pocas veces aparecen, y cuando lo hacen es a menudo por accidente (alguien oprime la tecla incorrecta). Incluso en la página impresa, las comas están menguando. Muchos usos normativos de mi niñez (después, por ejemplo, de una frase preposicional introductoria) se han vuelto optativos o, peor aun, han sido abandonados.
Si se tratara solo de la gramática, quizás lo dejaría pasar. Pero el triste destino de la coma es, creo yo, una metáfora de algo mayor: la forma en que enfrentamos la naturaleza frenética, en la que no se puede esperar ni un minuto, de la vida moderna. La coma es, después de todo, un pequeño signo que indica PAUSA. Le dice al lector que aminore la marcha, piense un poco, y después siga. No tenemos tiempo para eso. No se permiten las pausas. En este sentido, la popularidad decreciente de la coma es también un comentario social.
Es cierto que los norteamericanos siempre han estado apurados. En “Democracy in America” (Democracia en Estados Unidos) (1840), Alexis de Tocqueville tiene un famoso párrafo donde señala el “febril ardor” con que los norteamericanos persiguen las ganancias materiales y los placeres privados. Lo que es distintivo de nuestra época, pienso, es que las nuevas tecnologías y la asombrosa prosperidad nos dan la oportunidad de ir más despacio. Dios me libre. En cierta forma, parece, los norteamericanos nos hemos vuelto en realidad más frenéticos.
No ha sido difícil encontrar pruebas para sostener esta teoría. La Prueba A es un artículo de hace unos meses en el Washington Post titulado, “Los adolescentes pueden hacer varias cosas al mismo tiempo, pero ¿a qué costo?”
Conocemos así a Megan, estudiante de 17 años, en el último año de la escuela secundaria y en el Cuadro de Honor. Después de la escuela, empieza a estudiar encendiendo MTV y cargando su computadora. El artículo continúa:
En el curso de la media hora siguiente, Megan envía alrededor de una docena de mensajes instantáneos sobre la eventualidad de un día de nieve en el medio de la semana. Contesta por lo menos una llamada en su celular, envía un par de mensajes de texto, busca Weather.com, se ofrece como voluntaria para participar en una limpieza de la escuela (en la escuela secundaria local), escribe algunos comentarios en la página de una amiga en Facebook y mira las fotos nuevas del grupo de porristas que otra amiga a presentado en la suya.
¡Uf! Y recuerden, también está estudiando. Naturalmente, el artículo incluye la cita obligatoria de un científico especializado en el cerebro, quien teme que tal multiplicidad de tareas deje al cerebro hecho papilla. “Es casi imposible”, dice el científico, “obtener una profundidad de conocimientos en cualquiera de las tareas que uno desempeña mientras se están realizando tantas a la vez”.
En realidad, las tareas múltiples simultáneas no están confinadas a los jóvenes. Es difícil ir a algún lugar en la actualidad –incluyendo restaurantes y reuniones de negocios– sin ver a algún individuo presionando furiosamente las teclas de su BlackBerry, de su teléfono celular o de otros aparatos portátiles. Más papilla, quizás. Por lo menos, han surgido serias cuestiones de etiqueta. En una encuesta, casi un tercio de los ejecutivos encuestados dijo que nunca es apropiado chequear emails en una reunión.
Y después, está el trabajo. A diferencia de la mayoría de las naciones ricas, Estados Unidos no ha reducido la semana de trabajo promedio en el cuarto de siglo pasado. En 2006, las horas anuales de los trabajadores norteamericanos promediaron 1.804, casi sin diferencia de las 1.834 de 1979, informa la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. En cambio, los japoneses redujeron las horas anuales de trabajo un 16 por ciento, a 1.784, los alemanes un 20 por ciento a 1.421 y los franceses un 16 por ciento a 1.564. Un estudio realizado por los economistas Daniel Hamermesh de la Universidad de Texas y Joel Slemrod de la Universidad de Michigan sostiene que las largas horas de trabajo, especialmente entre los bien remunerados, puede constituir una adicción similar al alcoholismo y el cigarrillo. (El trabajo se titula: “The Economics of Workaholism: We Should Not Have Worked On This Paper”. (“La economía de la adicción al trabajo: No deberíamos haber escrito este ensayo”).
Podría seguir, pero esta columna es solo de 800 palabras, y más pruebas solo reforzarían el punto de que el “febril ardor” de Tocqueville perdura. Siempre hay demasiado para hacer, y no hay tiempo suficiente para hacerlo. La coma es una pequeña víctima de nuestro ajetreo. Si podemos ganar unos pocos segundos al día reduciendo comas, ¿por qué no hacerlo? Se menosprecian las comas por considerarlas como un abarrotamiento literario. Se las suprime en nombre de la “simplicidad” estilística. En una época, las frases preposicionales introductorias (“En 1776, Thomas Jefferson...”) llevaban comas siempre; en una época, las oraciones compuestas se dividían estrictamente con comas; en una época, las oraciones que empezaban con “en una época”, “naturalmente”, “sorprendentemente”, “inevitablemente” y otros términos similares llevaban coma para separarlos.
Ya no. Este uso y otros se han vuelto opcionales o inaceptables. En el curso de los años, los correctores han suprimido miles de comas indefendibles de mis artículos. He guardado hasta la última de ellas y las he apilado en un solitario rincón de mi escritorio. Se merecen un trato mejor que el que están obteniendo. Así pues, he aquí algunas de mis comas descartadas, para recibir el aplauso que se merecen: ,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,.
No me retiro silenciosamente. Según mis cuentas, esta columna contiene 104 comas. Aviso al corrector: déjalas en paz.