Así se titula un ensayo publicado en 1939 por Abraham Flexner, fundador y director del Instituto para Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, EEUU. El instituto, que ha acumulado 33 premios Nobel entre sus afiliados, albergó a grandes figuras científicas del siglo veinte, incluyendo a Albert Einstein y John von Neumann, inventor de la arquitectura fundamental de las computadoras.
El ensayo de Flexner fue una reacción a la creciente tendencia del gobierno americano de la época a orientar los recursos de investigación disponibles hacia proyectos con un claro potencial de utilidad inmediata, relegando y desfinanciando a la investigación pura.
Flexner cita el ejemplo de las radiocomunicaciones. Guglielmo Marconi es generalmente considerado el “inventor” de la radio, pero en realidad su papel fue secundario comparado con el de James Clerk Maxwell, un físico escocés de mediados del siglo diecinueve que formuló las ecuaciones básicas de las ondas electromagnéticas. En el momento de la publicación de sus ecuaciones, no había utilidad previsible alguna para ellas. Conocimientos inútiles, se podría haber dicho, pero que hoy constituyen el fundamento teórico esencial para el diseño de incontables productos de uso diario, desde hornos microonda hasta teléfonos celulares.
Recordemos también al modesto funcionario de la oficina de patentes de Suiza, que desde su escritorio cerca de la estación ferroviaria de Berna divisaba el gran reloj de la estación y los trenes que iban y venían. Esto le llevó a Albert Einstein a elucubrar sobre la relación entre distancia, velocidad y tiempo, y a publicar en 1905 su Teoría de la Relatividad Especial. En su momento, también conocimiento inútil, cuyo valor práctico se realizó recién décadas después dando inicio a la era de la energía nuclear.
En ningún momento estas grandes figuras, y tantas otras, fueron motivadas por la posible utilidad de sus descubrimientos, que, además, difícilmente podrían haber visualizado. Los movía la curiosidad sobre el mundo que los rodeaba y un gran amor al conocimiento. Son esta curiosidad y este amor al conocimiento por sí mismo que deben ser estimulados y celebrados.
Un caso más reciente: hace diez años, la lingüística era generalmente considerada una disciplina esotérica, a la cual se dedicaban académicos idealistas, sin mayor perspectiva de valor práctico ni económico. Avanzando el reloj al tiempo presente, encontramos que la lingüística es hoy una de las áreas más “hot” de inversión en los grandes centros de innovación informática, con vastos recursos dedicados a su desarrollo, considerando que la lingüística es esencial para el perfeccionamiento de la inteligencia artificial y la interfaz hombre-máquina.
Sin desmerecer la pesquisa y desarrollo de tecnologías aplicadas a nuestras necesidades inmediatas, que sin duda requieren del patrocinio del Estado, de las universidades y de las empresas que se beneficiarán con los resultados, debemos fortalecer la investigación pura, y apoyar con becas y recursos a aquellos investigadores y centros de investigación que demuestran excelencia, capacidad y pasión por la búsqueda de nuevos conocimientos.
La política de algunos gobiernos de tratar de identificar cuáles son las líneas de investigación útiles, y diferenciarlas de las inútiles, es una manifestación desatinada de dirigismo estatal, que además de ser un estéril ejercicio de futurología pone en riesgo el progreso científico y económico de cualquier país.
Los conocimientos nunca son inútiles, aun cuando su valor práctico no sea evidente ni predecible en el momento. Por el contrario, son las semillas de las cuales germinarán oportunamente las tecnologías, los procesos y los productos que impactarán positivamente en nuestra economía y calidad de vida.