Durante ocho años soporté los invasivos altoparlantes de una capilla católica en un barrio de las afueras de Luque. Aprendí a encerrarme en las tardecitas, mantener clausuradas las ventanas en las mañanas temprano para poder concentrarme en lo mío. Aunque no siempre pude no escuchar sus homilías, sus ocasionales “celebraciones de la Palabra”, su música apesadumbrada y culposa. A pesar de la polución sonora, de la invasión a la privacidad e individualidad de las personas, no denuncié estas en los órganos municipales: es demasiado inseparable la ciudad de la Virgen del Rosario (y de sus devotas dirigencias políticas) de la dominante cultura católica. No quise perder tiempo ni energía y, por este y por algún que otro absurdo motivo de otra índole, me aguanté. Me acostumbré.
Quienes no se acostumbraron a la polución de una iglesia evangélica pentecostal fueron unos vecinos de Lambaré. Claro que hablamos de otra especie de performance ritual, ajena al tradicional del catolicismo, excepto en las novenas del santo patrono de rigor. El pentecostalismo de origen norteamericano, por el contrario, tiende naturalmente al espectáculo público, a la sobreactuación. Los orígenes de esta rama del evangelismo hay que buscarlos en la caliente California, a principios del siglo XX, que lo mismo generaba películas que fanáticos religiosos; en la creencia central de la presencia indestructible del Espíritu Santo, aquí y ahora, es decir, en un Pentecostés, un avivamiento permanentes. Esos dones sobrenaturales —como los que Jesús poseía, según los libros canónicos— se manifiestan en sus líderes. Incluso la Iglesia Católica tiene, no desde antiguo, una rama abocada al éxtasis carismático. En el caso lambareño, el líder es el profeta José. Parece obvio que José Duarte, quien como todo profeta que se precie tiene el privilegio de maldecir pública y divinamente, inspira su ministerio no en el conocido José de Nazaret, padrastro carpintero de Jesús, laburante poco enfocado por la cámara de los evangelistas, sino en el legendario Patriarca con poderes mágicos del Génesis, el funcionario israelita al servicio del poder egipcio, José de Canaán, hijo preferido de Jacob, bisnieto del todavía más legendario Abraham, intérprete de sueños.
Es un personaje fascinante de la Biblia cristiana, de la Torá hebrea, del Corán musulmán. Resalta su carácter, además de sufriente y fiel como el posterior Job, de envidiado hijo predilecto, de primogénito con derechos dinásticos con mucha competencia de otros hijos okára: De fuera del matrimonio “perfecto” de papá-mamá-hijo. Todas las tribulaciones de José (esclavitud tras ser vendido por sus hermanos y encarcelamiento por un crimen que no cometió, como en una película) se resumen en el problemita familiar provocado por la pasión paterna por las concubinas. El asunto, finalmente, tiene resolución favorable para el luego Patriarca.
No hay que olvidar, entonces, que el modelo de José de Lambaré es un fuerte líder religioso, jurídico y militar. Si hemos de creerle, Duarte se comunica con Dios, tiene la potestad de condenar a muerte y, como general de un Ejército de Avivamiento, puede declarar la guerra a los infieles. Metafóricamente, al menos.
El término griego carisma refería al don de gracia. Max Weber, investigador de lo religioso en el capitalismo, lo llevó a la jerga política. La autoridad carismática es una de las tres posibles. Apela a la irracionalidad: solo hace falta creer en el líder. Filósofos actuales consideran que el carisma puede desembocar en un éxtasis fascista.
El profeta José, bandera del Estado de Israel de fondo, es cortejado por políticos, así como otros pastores de rebaños electorales. Estas asociaciones religiosas, donde campea la irracionalidad y el negocio, son en verdad agentes políticos (cuando no económicos) de una élite conservadora. Muchos de ellos coinciden ideológicamente con Horacio Cartes y su admiración por la teocracia israelí. Cada vez más, profetas como José, con maldiciones mortales, influirán en la desesperación material y metafísica de los paraguayos, en sus decisiones privadas y públicas. La polución, además de sonora, es entonces política.