Los recientes señalamientos por parte del Departamento de Estado de EEUU –la designación del ex presidente de la República Horacio Cartes como persona significativamente corrupta, por participación en actos de corrupción significativa, y la del vicepresidente en ejercicio Hugo Velázquez como significativamente corrupto– han causado un considerable daño no solamente a la imagen del país, sino que supusieron, además, un baño de realidad. Resulta grave y vergonzoso que un país extranjero maneje abundante información sobre hechos ilícitos presuntamente cometidos por nuestras más altas autoridades, mientras que instituciones del país, como el Ministerio Público y la Justicia, ante estas y otras noticias similares, acostumbran a guardar un silencio cómplice.
El tembladeral causado por ambas designaciones ha dejado al Estado paraguayo en una clara posición de offside hasta hace muy poco tiempo. Ayer, en un sorpresivo giro de los acontecimientos, la Fiscalía General del Estado designó a dos fiscales pertenecientes a la Unidad Anticorrupción para investigar al vicepresidente de la República, Hugo Velázquez, por presunto soborno. El Ministerio Público informó que la apertura de la investigación se basa en un dictamen de análisis jurídico de la denuncia presentada por EEUU. El vicepresidente Hugo Velázquez había anunciado que renunciaría a la vicepresidencia tras la designación realizada por Estados Unidos; sin embargo, posteriormente, se desdijo asegurando que no había una investigación formal en su contra.
Como una consecuencia de los hechos anteriormente mencionados, la Presidencia, por unos días, quedará en manos de un vicepresidente investigado por corrupción por el Ministerio Público. Esto se debe a que el titular del Poder Ejecutivo, Mario Abdo Benítez, finalmente, decidió viajar al Vaticano para participar en la investidura del arzobispo Adalberto Martínez como el primer cardenal paraguayo.
Este nuevo escenario político es un retrato insuperable de nuestra realidad. En el Paraguay las instituciones son débiles, son frágiles y las autoridades, particularmente las vinculadas con la Justicia, cargan con la sospecha de falta de integridad y de ser funcionales a poderes económicos y políticos particulares. Nos encontramos en una encrucijada que puede definir nada más y nada menos que el futuro de nuestra democracia.
Mientras diversos sectores deciden mantener la obtusa especulación y reclaman que se trata de interferencia en nuestros asuntos, y que es una violación de nuestra soberanía, y hasta se apropian de antiguas consignas antiimperialistas, solo se puede afirmar ante tal descaro que como país carecemos de autoridad para siquiera defendernos de las acusaciones.
La corrupción es el cáncer que ha hecho metástasis, que se ha extendido por el país y sus instituciones, y ese es un hecho que todos lo sabemos, pero duele y avergüenza cuando desde fuera nos señalan con el dedo acusador. Porque, lamentablemente, los norteamericanos no están alejados de la realidad y lo que nos ha llevado hasta la situación en la que nos encontramos es precisamente la inutilidad de los funcionarios que han deshonrado y mancillado nuestras instituciones.
Debemos superar la vergüenza y el bochorno, y como ciudadanía exigir al Gobierno, al Congreso Nacional, al Ministerio Público y al Poder Judicial que hagan su trabajo. No podemos permitir que el Paraguay siga en manos de las mafias, del crimen organizado, de los lavadores de dinero y narcotraficantes. La pobreza institucional nos condena a un presente de ignominia, pero debemos trabajar por un futuro sin corrupción y una democracia fortalecida.