11 jun. 2025

La pandemia expone lo peor, pero es la oportunidad para el cambio

La pandemia está mostrando con excesiva claridad los problemas que enfrenta el Estado paraguayo. La corrupción, la captura política y económica, la primacía de los intereses particulares sobre el bien común y, en definitiva, la debilidad de las autoridades para enfrentar estos problemas. Estos se evidenciaron en tres meses de manera cruel, ya que a la par de una cuarentena sumamente dura y larga con fuerte impacto económico en la gente, se sucedieron diversos hechos que impidieron al Estado dar una respuesta oportuna y de calidad para la población. Cualquier reforma que se realice debe empezar por enfrentar estos obstáculos.

Los problemas expuestos son la peor señal de la inexistencia de un contrato social que ubique al desarrollo del país y al bienestar de la población en primer lugar. En el medio de la peor pandemia del siglo, políticos, funcionarios públicos y empresarios mostraron su escaso apego a la ley y ningún compromiso con el país.

La corrupción en el sistema de compras públicas ya era conocido, pero nunca causó tanta indignación porque esta vez estábamos ante una pandemia con altos niveles de mortalidad y sufrimiento. La forma en que se hicieron los negocios fue burda y perjudicial en extremo.

Las empresas de maletín –relacionadas con funcionarios públicos y políticos– fueron el centro de atención y se agregaron a las ya conocidas vinculadas al sector empresarial tradicional que históricamente hizo negocios con el Estado a través de las obras públicas y la provisión de insumos. En ambos casos, las sobrefacturaciones, las licitaciones direccionadas y las adquisiciones de servicios superfluos son los factores comunes.

El Estado cautivo se evidenció en la resistencia de los sectores políticos para reducir salarios y otros beneficios groseramente altos en el servicio civil y en grupos económicos para reducir gastos de dudoso beneficio para la ciudadanía, como el subsidio al transporte o los gastos en publicidad. En el caso del sector empresarial sobresalió el oportunismo al cambiar el discurso de un Estado grande e inútil a un pedido de auxilio y más ventajas.

La peor señal de invisibilidad del ciudadano común fue la incapacidad del sector público para ubicar a los beneficiarios de las transferencias de ingresos que financien al menos en una mínima parte los requerimientos de una cuarentena sumamente cerrada que impedía el trabajo remunerado y, por ende, la generación de ingresos. En esas primeras semanas el país se dio cuenta en la práctica de lo que significa el dato estadístico de que el 65% de la población trabajadora es informal.

Una segunda señal del nivel de desconexión existente entre la minoría de mayores recursos con la mayoría ciudadana fue la presión ejercida para levantar la cuarentena con una probabilidad casi absoluta de una masacre pandémica del tamaño de Brasil o Estados Unidos de Norteamérica, teniendo uno de los peores sistemas de salud en la región.

La situación de la salud pública es el corolario de la lista de los malos indicadores del Estado. El bajo nivel de inversión en salud y de aseguramiento de los trabajadores al sistema previsional, junto con los privilegios a unos pocos funcionarios públicos y empresas gracias a los seguros VIP dan cuenta del escaso compromiso de la élite política y económica con la ciudadanía.

El alto costo económico, social y sicológico de la pandemia se debe a la inexistencia de servicios que garanticen el derecho a la salud. Desde hace años, la ciudadanía reclama una política de salud cansada de financiarse a sí misma con polladas o tallarinadas, reclamo que no fue considerado por los tomadores de decisión ni por quienes influyen en las políticas.

Esta pandemia explicitó por diferentes vías lo peor de nuestra política pública y de los actores que inciden en este país. El coronavirus nos muestra que el privilegio de algunos nos condujo a una trampa mortal a todos, por eso hoy es necesario construir un país para la mayoría.