Por Mario Ramos-Reyes
Este tiempo nuestro es, tal vez, un momento muy duro para vivir conforme a convicciones profundas, más aun si las mismas apelan a un sentido de justicia que va más allá de la ley. Es muy común, basta fijarnos cómo piensan los ciudadanos de a pie, que la justicia se “mida” por la ley, lo cual es de esperar. Si vivimos en una sociedad reglada por un Estado de Derecho, entonces lo lógico es que sea esta la medida de la conducta humana. Y tal vez esa sea, no estaría de más insistir, una reacción espontánea de los seres humanos hacia lo tangible, concreto: la ley se puede ver, leerla, aplicarla; la idea de justicia se pierde, las más de las veces, en vaguedades románticas, imprecisas.
Esa fue, precisamente, la propuesta y el legado de Sócrates a los atenienses (y a la humanidad): la de que los ciudadanos se atengan a la norma legal si se desea un mínimo de estabilidad política. Esa es la prueba de supervivencia, una prueba a quemarropa, de una sociedad civilizada; o crees, como le decía Sócrates a su alumno Critón que le ofrecía su influencia con el establishment político para escapar de la cárcel y con ello de la pena capital, "¿es que crees -le decía Sócrates- que una ciudad podría subsistir... cuando, por causa de los particulares, las sentencias impartidas carecieran de fuerza legal?” (Critón, 50 a.c).
Si la intención primera de Sócrates fue la de la subsistencia política, la segunda iba más allá. Remitía a una verdad implícita, también de importancia política, pero más profunda y acorde con el corazón humano. Era la necesidad social de la bondad humana. Reparemos que cuando se habla de bondad, lógicamente se habla de moralidad. Es que el ciudadano debe tener en cuenta que la ley sólo se cumple cuando su comunidad se nutre de conductas buenas. Eso da fuerza vinculante para el cumplimiento de la ley. Sin la moralidad de los sujetos, es difícil el seguimiento de una norma legal.
Toda esta manera de pensar tiene también un componente pedagógico que no debe ser soslayado: el de que la educación es central a un Estado de Derecho regido por la ley. Lo cierto es que las leyes no hacen que los seres humanos, los ciudadanos, sean buenos. Leyes impositivas o penales no convierten a contribuyentes o a delincuentes potenciales en ciudadanos ejemplares. ¿Pruebas o evidencias de esta pretensión? La corrupción y el desencanto, evasión y violación de normas en sociedades desarrolladas lo mismo que en sociedades en vías de desarrollo. Más de uno podría pensar que la consistencia del Estado de Derecho y la aplicación de la ley en sociedades más maduras pudieran generar ciertas garantías de bondad moral ciudadana, pero la realidad dista mucho del ideal.
En esto se debe insistir: ni la ley ni el Estado de Derecho van a transformar la vida moral de los ciudadanos. La moralidad no se impone a través de sanciones legales, ni, me atrevería a sugerir, tampoco por medio de “escarmientos” condenatorios o teológicos. No es una prohibición divina la que compele a alguien a hacer algo bueno -tal vez podría por algún tiempo- sino el amor a algo o, en la tradición cristiana, el amor a Cristo. Ese es, creo, el gran vacío de nuestra sociedad y la sociedad moderna en general; el pretender que la moralidad o ausencia de corrupción se logrará con la sanción y aplicación de la ley.
Existe un antes de la ley, algo previo al Estado de Derecho, y es la experiencia que al ser humano vive y lo educa, confrontándole con la totalidad de la realidad. La ley sola no basta, como tampoco la Justicia en sí misma es suficiente. La ley está ahí, muy clara, como también el ideal de lo justo, pero no se cumple, y si se lo hace -como el ejemplo Socrático- es sólo para no dar excusa a los corruptos. Es hora de pensar en una educación que tenga en cuenta algo que la fe judeo-cristiana desde siempre anunció: el pecado original. No es la ley ni la Justicia sino el corazón la fuente del mal pero, no se olvide, también de la misericordia y el bien.