Con poco más de 7 millones de habitantes, el Paraguay produce más de 60.000 millones de cigarrillos por año en 32 plantas tabacaleras (algunas en forma clandestina), según datos de dos premiadas series internacionales de periodismo investigativo (Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, Marina Walker, Mabel Rehnfeldt y Marcelo Soares; Instituto Prensa y Sociedad, Mauri Konig, Diego Antonelli y Elvira Soto).
Esta situación creó una simpática figura: para consumir lo que producen las tabacaleras locales, cada paraguayo –incluyendo a los bebés–, deberíamos fumar 27 millones de cigarrillos al día. Como eso es imposible, resulta claro que la gran cantidad de cigarrillos nacionales está destinada al mercado exterior, principalmente Brasil. La exportación es muy baja (alrededor del 8%) y el consumo doméstico es aún menor (1,8%). Por tanto, el 90% de los cigarrillos nacionales se producen para su venta de contrabando.
Ante esta realidad, los empresarios tabacaleros repiten el mismo falaz argumento que había popularizado uno de los pioneros del negocio, el hoy retirado caudillo esteño Reinerio Santacruz: “Yo vendo legalmente mis cigarrillos en el Paraguay, no tengo la culpa de que luego se lleven a otro país. Si cruzan nuestra frontera, solo es contrabando para el Brasil, no para el Paraguay”.
El argumento es falso y está rebatido por el Código Aduanero, que establece que la salida de mercaderías del país en forma ilegal es un delito tan grave como el ingreso. El artículo 336 de dicho Código garantiza el principio de reciprocidad internacional en el control de las fronteras.
La desmedida industria tabacalera no solo distorsiona la economía y la legalidad, también la salud pública. El Ministerio de Salud afirma que el Estado paraguayo gasta G. 1.568.718.119.540 en tratar las enfermades causadas por el tabaquismo. En contrapartida, aquí el tabaco solo paga 16% de impuestos, comparado con Chile, donde paga 80,8%, Argentina, 69,8%, y Brasil, 64,9%. Es lógico reclamar que los tabacaleros paguen más impuestos, como es lógico que los mismos se resistan.
El problema es cuando el dueño de una de las principales industrias tabacaleras es también el presidente de la República. Así, una cuestión que debería ser solo de aduanas, Policía y Justicia, se vuelve una guerra política.
Esta semana, por milagros de la lucha electoral, ocurrió lo que no creíamos posible: senadores de la oposición y la disidencia aprobaron leyes de impuesto al tabaco de entre 30 y 40%, un arancel a las cajetillas y controlar la trazabilidad del producto.
Por primera vez, la patria tabacalera siente amenazada parte de su millonario negocio. Queda por ver qué pasará en Diputados. Y si allí también se aprueban las leyes, ¿qué hará el Poder Ejecutivo?
¿Quién ganará la guerra del tabaco...?