Considerar esos aspectos de la realidad que no se miden con estadísticas ni se diseñan en detallados planes estratégicos...
Es el agua que se escapa entre las manos y corre, que necesitamos beber para subsistir y, sin embargo, no la hemos inventado ni podemos terminar de controlarla a nuestro antojo…
Sí, este tiempo de Navidad constituye ese pequeño gran resquicio por donde entra luz en nuestra vida, por donde resplandece con intensidad nuestra capacidad humana de asombro, nuestra capacidad humana de ser agradecidos con la vida que nos es dada y que, pudiendo ser otra, es esta que vivimos con todos sus límites y posibilidades, con toda su hiel y su dulzura, con toda su maravilla.
Navidad es la fiesta del niño que fuimos y está algo endurecido, algo distraído, pero sigue siendo un yo en nosotros, un yo con preguntas, con credulidad, con positividad, con pureza de intención, con necesidad de ser amado y amar.
Es la fiesta que nos recuerda que “el hombre no es un globo que asciende a los cielos ni un topo que solo cava en la tierra, sino algo semejante al árbol cuyas raíces se alimentan de la tierra mientras las ramas superiores se elevan hasta casi tocar las estrellas” (como decía Chesterton, de Tomás de Aquino y su filosofía realista).
Eso que el cristianismo señala en estas fiestas como el milagro de la Encarnación significa mucho en este Occidente que pierde sus luces, que pierde su sentido religioso, que trata de borrar a Dios y desdibuja al hombre en su intento suicida.
Hoy que asistimos a una guerra cultural sin precedentes por oscurecer la dignidad del hombre, de rebajarla a simple autonomía autoconstructiva, una pura voluntad, sin raíces, sin destino, sin sentido.
Solo pensar en la media sanción a la legalización del aborto en Argentina, en el tratamiento de la eutanasia en España, en la cantidad de recetas para la niñez que nos vienen empaquetadas y que niegan su lugar a la misma naturaleza y sus instituciones esenciales, previas y prioritarias a un Estado que es endiosado y al que se le pretende dar la llave de una hegemonía que no está en su perfil para la tarea que le compete en una sociedad civilizada.
Hoy más que nunca vale la pena recordarnos unos a otros con gestos, con palabras y silencios, con esa alegría que sienten los humildes, es decir, los inteligentes del mundo, los hombres pequeños a la vista del poder, los hombres inquietos, que no han perdido la cordura, que no se han dejado dominar por esa locura que es la lógica sin asombro, ni se han dejado doblegar por esa dictadura racionalista exacerbada que ante la maravilla huye al laboratorio, que ante la puesta del sol se encierra en su pesadumbre y no es capaz de admitir ni siquiera la posibilidad de que esta luz gratuita que recibe sin merecerlo, seamos justos o injustos, vale la pena de ser disfrutada, de ser admirada, de ser bendecida.
La Navidad es ciertamente la fiesta de los pequeños del mundo. De aquellos que van quedando apartados en las periferias del mundo y, que, sin embargo, desean, y que, sin embargo, esperan, simplemente porque son hombres.
La Navidad es la fiesta de la fe, no como evasión, sino como asombro ante la maravilla, como experiencia vital; es también la fiesta de la esperanza, de la pequeña esperanza, de la persistente esperanza, como decía Peguy.
Ni los escépticos, ni los fatalistas, ni los materialistas pueden soportarla, porque se han cerrado en su negación pesimista a prestarle la atención que cualquier niño le da a un regalo, a una novedad, a algo que está allí ante sus ojos.
Consideremos un deber celebrar la Navidad con la austeridad y la sencillez que amerita, y que por cierto está en nuestra tradición cultural. Es una celebración grandiosa, una que parte de adentro. Es una fiesta de la humanidad que renace con la simpleza bella de la mañana cuando se asoma el sol. Feliz Navidad.