06 may. 2024

La casa de la calle 22: El fluir del tiempo y la historia de dos mujeres

El Correo Semanal ofrece a su público un fragmento de la obra que ha obtenido el máximo galardón a nivel nacional, el Premio Nacional de Literatura 2021. Es la duodécima novela de la escritora Susana Gertopán y ha sido editada por Editorial Rosalba.

Manon Naro

Especialista en literatura francesa

De la casa de la vecina en Asunción a la casa de la calle 22 en el gueto de Vilna, Nina, la narradora, nos sume en dos historias que acaban fusionando: la de Ema y la suya. Nina abandona su país con dos objetivos, el de encontrar la historia de Ema, la mujer que la cuidó de niña y con la que comparte un vínculo especial, lleno de ternura y de silencios, y el de escribir una novela acerca de su investigación. En el fluir del tiempo y de las palabras, el relato nos lleva a una experiencia iniciática y catártica: la de la remembranza y de la escritura. El lector se sumerge en un viaje a Lituania en el que ha de abandonar las fronteras que estableció tanto entre realidad y ficción como entre pasado y presente.

1

Ema solo dejó un álbum de fotos.

Se trataba de una libreta de cubierta ajada y deslucida, igual que las fotografías que se encontraban dentro, ordenadamente adheridas a un cartón negro. Eran todas imágenes borrosas de personajes, cuyos rostros parecían recubiertos por un velo enmohecido. Seres anónimos que nunca conocí y de los que tampoco había oído hablar.

Lo único que recuerdo de aquel álbum era el apego que Ema mostraba hacia él. En varias ocasiones la encontré en un rincón de su cuarto meciéndose en un sillón de mimbre desvencijado, con los ojos cerrados, entonando una melodía triste y el álbum pegado al pecho, como si acunara a un niño.

Otras veces, la vi en la cocina sentada en la mesa frente a un vaso de té humeando, con la cabeza gacha, hojeando una y otra vez aquel cuaderno gastado. Cada tanto llevaba a la boca un terrón de azúcar, tomaba el vaso, sorbía unos tragos, y de nuevo daba vuelta las páginas, lentamente, con movimientos suaves, deteniéndose en cada una, olvidando el tiempo.

Eran viajes de ida y vuelta. Sin estaciones de embarque ni desembarque. Sin destino. Trayectos sin principio ni final.

Solo en las primeras dos hojas del álbum había foto-grafías, sobre ellas voy a escribir. Los últimos cartones se encontraban vacíos, pero también sobre esas cartulinas negras y desocupadas quiero novelar.

Tengo deseos o necesidad de contar la supuesta vida de cada uno de los seres que se encuentran retratados en esas fotos despintadas, porque fueron ellos los que me han inspirado a escribir esta historia. La que en realidad desconozco si es verdadera o se trata, sencillamente, de mi fantasía. Como si la ficción se colgara de la realidad o la realidad se suspendiera de la ficción, aunque ese detalle tampoco tiene relevancia para un autor.

A veces, es más fácil convertir nuestro entorno en mentira, ya que de este modo nos liberamos sin dolor ni culpa de cargas desafortunadas, sobre todo, las que acarreamos de la infancia.

2

Con cuidado apoyé los pies en el piso. Las baldosas estaban frías. Sentí un temblor en todo el cuerpo. Me puse el salto de cama de franela y así, descalza, caminé hasta el salón. Me detuve frente a la mesa donde se encontraban los documentos, la computadora, el álbum de fotos de Ema y una enorme cantidad de papeles desparramados, esperando que alguien los ordene.

La cortina estaba corrida; desde la ventana, observé un paisaje inusual para mí. En las ramas quedaban vestigios de la nevisca de la noche anterior, y aunque estuviésemos en primavera, igualmente el tiempo seguía descortés. Unos pájaros se posaron en las ramas del nogal. Uno seguía al otro. ¿Los pájaros también hacen pareja? Me pregunté.

Tomé el celular. Encontré varias llamadas perdidas y mensajes sin leer, aunque en realidad el único que me interesaba era el del abogado con quien debía marcar fecha y hora para la esperada entrevista.

Fui a la cocina, puse a calentar agua para un té. Con el vaso en la mano regresé al salón. Me sentía mejor, más animada.

La risa de unos niños jugando en la plaza me transportó a otro tiempo.

Los mejores recuerdos de mi niñez son junto a Ema, y en su casa.

Algunos momentos de mi infancia me llegan en imágenes, pero pronto se esfuman, desaparecen, igual que una humareda; mejor así, porque de lo contrario sería muy doloroso sobrellevar la ausencia del único recurso al que apelamos los adultos. Se trata de los momentos de juegos, de celebraciones. Son ellos los que permanecen grabados en un directorio oculto, pero cuando yo convoco al pasado, los recuerdos me llegan igual a las fotografías del álbum de Ema, ensombrecidos, cuarteados.

Ema nunca me habló de sus recuerdos ni de ningún acontecimiento que haya pasado en su vida. Ni siquiera yo sabía en qué ciudad había nacido. Solo que era de nacionalidad polaca.

Aquel día, huyendo de los gritos de mis padres durante una de sus frecuentes y escandalosas discusiones, salí a la vereda. Quería escapar de esos encuentros ruidosos, cargados de reproches y acusaciones. Crucé la calle corriendo, buscando donde deshacerme de mi hastío. Sin pensar y dejándome llevar por el arrebato, golpeé la puerta de la casa de enfrente. Ema la abrió. Era la primera vez que hablaba con esa mujer.

Me indicó que entrara; luego de secar mis lágrimas y pellizcarme las mejillas, me abrazó. Pero no solamente abrazó mi cuerpo, sino todo mi ser.

Entonces sentí que a partir de ese momento y en esa casa se refugiaría mi infancia, y que era ahí donde quedarían amparados mis sueños y mis juegos.

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