En los países vecinos vemos violentos movimientos masivos que desafían el orden público. Los agresores se infiltran en las manifestaciones populares para incitar a la violencia, tomando como cobertura las concentraciones de personas. Los agentes del orden público no pueden contener a tanta gente y terminan por no hacer nada, dejando libre el escenario para la anarquía. No es viable el uso de la fuerza frente a un gran grupo de ciudadanos donde solo unos pocos delincuentes oportunistas son los que causan daños a los bienes públicos y privados. Nuestro temor es que esta modalidad llegue al Paraguay. La gran caída de la inversión directa extranjera es una muestra concreta que el barrio ya es percibido como un área de alto riesgo.
Para analizar correctamente el problema, hay que definirlo en forma precisa. Esto no es violencia popular de un segmento desfavorecido, pobre e insatisfecho. Este es el nuevo modus operandi de los movimientos de izquierda, muy bien financiados, coordinados inteligentemente, con estrategias cuidadosamente calculadas, para desestabilizar y hacerse de un espacio de poder. Aquí se copia la estrategia del “terrorismo”, pero quien perpetra está bien mimetizado entre ciudadanos, descontentos, pero de ninguna manera salvajes. El caso concreto es Chile, donde un reducido número de delincuentes muy bien financiados por Venezuela, actuando simultánea y coordinadamente con estrategias militares, han sorprendido al Estado de un país civilizado y próspero. No se trata de movimientos populares, es terrorismo ejecutado desde adentro con fines políticos.
El verdadero enemigo popular no es el motochorro que actúa por su cuenta, sino el “crimen organizado en el ámbito de ideologías políticas”, por falta de una mejor definición. El botín es el país, mismo que el método sea generar una inestabilidad general y un caos económico. Es una nueva forma de guerra, más sucia, mejor disfrazada, sin consideraciones de daños colaterales. Es infiltración violenta en la sociedad pacífica, aprovechándose de la sicología de masas, donde no hay límites. Es hasta peor que el narcotráfico, porque el narcotráfico busca ser discreto, paga para pasar desapercibido, y su éxito está en permanecer debajo del radar.
Existen grandes bolsones de pobreza en Argentina, Bolivia, Chile, Brasil, etcétera, y por mejor que le vaya a la economía demorarán décadas para salir de esa penosa situación. Pero la inequidad social no constituye en sí un riesgo. El peligro está en no detectar ahora los “movimientos insurgentes organizados” que quieren usar a esta gente necesitada como fachada de sus verdaderas intenciones. La acción del Estado debe estar centrada en hacer inteligencia de campo; en controlar la historia de quiénes pasan por Migraciones y de qué países vienen y van; en monitorear movimientos en las redes sociales que son usadas para convocar a las masas; en detectar la formación de pandillas (que aún no hay); identificar a caudillos que se disfracen de sindicalistas. Aprovechemos que aún no tenemos la industria del piquete como ocurre en la Argentina.
No hay mejor solución que el desarrollo social, el crecimiento económico para una mayor producción y distribución de riqueza, y una mejor oferta de educación de calidad para todos. Pero eso es un proceso a largo plazo. Aquí el tema es la amenaza táctica de corto plazo, con líderes muy bien entrenados y con vasta experiencia en manipulación masiva y movimientos de desestabilización. El ejemplo de Chile es una muestra de su ya exitosa y bien ejecutada estrategia.
No debe haber una mínima duda en aplicar las leyes al inicio del menor disturbio. La Constitución Nacional se defiende, mismo que un juez o fiscal corrupto o cobarde no autorice la acción de la fuerza pública. La autoridad que no se ejerce se pierde. La percepción de poder es el mismo poder. Solo se respeta a la autoridad fuerte.