Las ceremonias de juramento de los concejales municipales durante el stronismo eran grises, monótonas. A los intendentes los nombraba el presidente de la República y solo se votaba por los concejales, pero sabiendo de antemano que dos tercios de las bancas serían para la ANR.
En los noventa comenzó la fiesta de la descentralización. La participación popular se trasladaba a los pueblos, a sus barrios y compañías, y la democracia se fortalecería. Hoy llegamos a la triste conclusión de que los ámbitos municipales se convirtieron en antros de todo tipo de negociados.
Eso sí, el momento del juramento se volvió mucho menos aburrido. Vimos en estos días que en varias ciudades se montaron costosas fiestas –en Ciudad del Este, Miguel Prieto hizo su aparición como una estrella del rock– y que los electos llegaban en ruidosas caravanas. Como nota curiosa registremos que el nuevo intendente de Nueva Italia llegó montado a caballo, mientras que el de Pilar lo hizo en bicicleta.
Pero más allá de estas notas pintorescas, lo que buena parte de estas solemnidades refleja es la decadente situación de nuestra política. El juramento precede a la elección del presidente de la Junta Municipal, la primera pugna en la que se dirime el verdadero poder, el que otorga beneficios personales. El que distribuirá los territorios que hacen rentable la actividad partidaria: El manejo del mercado, de la terminal, de la planta asfáltica, de los planes reguladores, de las obras y sus licitaciones, de la basura, la Policía de Tránsito, los royalties y Fonacide.
Ese día se diseñan los bandos formados por tortuosas alianzas. En Asunción, por ejemplo, Nenecho Rodríguez mostró que sigue vigente la suya, con los liberales liderados por Augusto Wagner –que le juntaron votos durante las elecciones–, aunque no le alcanzó para imponer a su candidato a presidente de la Junta.
En Luque también hubo traiciones y acomodos liberales, aunque allí la disputa era por permitir el juramento del condenado Óscar González Chaves.
En algunos lugares dichas coaliciones no se dieron y se apeló al folclórico retiro del equipo de la cancha. En Santiago, Misiones, los liberales, que perdieron la intendencia luego de muchísimos años, hicieron el vacío al acto de asunción del intendente colorado. Y en Cambyretá, donde el PLRA volvió a triunfar, fueron los colorados los que se fueron a casa antes de nombrar al presidente de la Junta Municipal. En San Vicente Pancholo, nuevo distrito de San Pedro, también se retiraron los liberales ante lo que consideraron una sucia maniobra del intendente colorado. Es que uno de los concejales fue detenido justo antes de jurar por tener una orden de captura por invasión de propiedad.
Lo que tienen estas ceremonias de juramento es un creciente olor a narcopolítica. Las juntas municipales, se sabe, son la puerta de entrada más común de los traficantes al mundo político. Por algo nunca hubo tantos candidatos a concejal o a intendente baleados durante una campaña electoral. Nunca se vio tanto dinero exhibido impúdicamente para la compra de votos el día de las elecciones.
La descentralización en Paraguay tomó un rumbo kachiãi. No debería haber sido así. ¿Somos realmente el cementerio de las teorías políticas? Obviamente que todo tiene una explicación. Una de las más consistentes la encontré en el cuaderno de investigación La otra cara de la descentralización, publicado por Flacso y coordinado por José Miguel Verdecchia. Allí se expone que este proceso, desarrollado con los mismos actores y los viejos vicios del pasado reciente, se vio limitado por la fuerte dependencia de las transferencias del gobierno central y la persistencia de una lógica clientelista. Hay que profundizar aún más este fenómeno.
Una tragedia lo que nos pasa. Los juramentos del stronismo auguraban aburrimiento. Los de ahora preanuncian corrupción desde el otrora esperanzador poder local.